Me bajé del auto, apenas llegamos a la estación del metro. No hubo palabras, tal cual fue durante toda la mañana, solo una fría despedida en un frío día de invierno.
Desde ese día nuestros encuentros en la oficina han sido conversaciones de trabajo, órdenes, y nada más que no sea trabajo. No nos hemos vuelto a encontrar en la terraza porque he comenzado a salir afuera del edificio a fumar para evitarlo.
Solo el hecho de que ha dejado de reprenderme como antes y ya no ha vuelto a darme horas extras de trabajo, es lo único que ha cambiado. E incluso siento que ha comenzado a ignorar mi presencia.
—¡Nieve! —gritó alguien en la oficina, y todos se lanzaron a los ventanales a ver los blancos copos caer sobre la ciudad.
La última nevazón fue hace unos tres años, y no es usual, por eso una sonrisa de asombro se dibujó en la mayoría de los rostros agolpados en los vidrios. Tal como todos también me acerqué a mirar, sin ocultar la emoción de ver la nieve.
Solo nuestro jefe se mantuvo en su lugar, tensando su mirada con severidad al ver la nieve caer.
Chasqueó la lengua antes de volver a su oficina cerrando la puerta. Supongo que no le gusta el frío. Durante el resto del día mantuvo una expresión amargada y con un humor peor a lo común, estuvo reprendiendo a todo el mundo, a excepción de mí.
—El jefe ahora ya no te odia a ti, sino a todos —se quejó una de Amanda, una de las chicas de la oficina apoyando su cabeza en mi escritorio.
Solo la miré en silencio para luego alzar mi cabeza y mirar a la oficina de nuestro jefe Brando.
—¿No te parece que anda más nervioso de lo habitual? —dijo Paolo con un café en la mano.
—¿Tendrá algún problema? —susurró la mujer—. ¿Vieron su cara cuando caía la nieve parece odiarla? Quién sabe si perdió a su amor un día así...
—¿Será eso así? —preguntó Paolo con curiosidad.
—Vayan a trabajar, no piensen ese tipo de cosas...
Mascullé y como si huyeran se alejaron rápidamente a sus puestos. Sorprendida por mis habilidades de líder intimidante, estaba a punto de cruzar los brazos cuando la voz de mi jefe me hizo dar un salto que casi me botó de la silla.
—Señorita Gutiérrez, a mi oficina.
Y sin agregar algo más, apenas dio esa orden, se retiró. Todos se quedaron mirándome, como si fuese un condenado a muerte, viendo la compasión entre sus miradas, sumando el alivio, que deben sentir por no estar en mi lugar.
Fui a su oficina, dando dos pequeños golpes, la puerta se abrió, entré y de la nada fui tomada en brazos por mi jefe. Me asusté tanto que me afirmé a su cuello. No entiendo por qué de la repentina acción.
—¿Por qué te gusta tentarme? —preguntó sin bajarme, apoyando su cabeza en mí como si fuese un gato en busca de cariño.
¿Tentarlo? ¿En qué sentido? Uso un uniforme que me queda tan grande que parezco que me pierdo dentro de la ropa, luego mi cabello tan atado con el mismo broche que uso todos los días, y mi rostro con poco maquillaje porque me da alergia en los ojos.
Bufé.
—¿Cuántas personalidades tiene usted?
Me miró como si no me entendiera.
—Número uno, el jefe serio, frío y severo —dije enumerando lo que considero personalidades múltiples—. Luego el número dos, el hombre cordial y seductor, y este último, el tres, alguien ansioso por recibir cariño.
Me bajó para luego cruzar los brazos pensativos antes de sentarse en el negro sofá de tres cuerpos que hay dentro de su oficina.
—El jefe serio, frío y severo es mi fachada para ocultarme de mis enemigos, la versión cordial y seductora, soy yo; y el ansioso de cariño es cuando necesito tanto sentirte cerca.
Tosí nerviosa ante lo que dijo al final. Nunca pensé que de una semana a otra, el hombre frío con quien he trabajado más de cinco años diría un día algo así.
—Entonces... solo me ha llamado por eso —le pregunté cohibida caminando hacia la puerta.
—No, por eso —señaló hacia la ventana a su espalda. Mira al frente del edificio.
Avance hacia los ventanales, dándome cuenta de que ha comenzado a nevar nuevamente. Bajé la mirada viendo a la gente caminar de un lado a otro, excepto a uno. Un hombre con un abrigo negro, con su cabeza cubierta, y que parece llevar dos vasos de café en un paquete en su mano.
—¿Lo dices por él?
—Es Miguel —dijo secamente—, el tipo de la cafetería.
Lo observé un momento más y luego me giré curiosa hacia mi jefe, ¿cómo puede ver su rostro desde esa distancia? Además, ¿me llamó por eso? No lo entiendo. Recuerdo que me dijo que tuviera cuidado con ese hombre, y así lo he hecho.
—La nieve cae de forma antinatural que ante los ojos de un cualquiera no pueden verlo, es una señal del debilitamiento que nuestra emperatriz dejó en nuestro mundo para protegernos en su ausencia.
No sé si entendí eso, o no entendí nada. ¿De qué habla? En nuestro país nunca hubo ni emperatriz, ni reyes, ni nada así.
—Ok... —dije con cautela volviendo con cuidado hacia la puerta, o bebió demasiado, aunque no huele a alcohol, o tomó algún medicamento que lo hace alucinar.
—Miguel ahora es un alado de alas blancas, a diferencia de los demás pilares no nació como nosotros. Siendo un ciudadano del reino alado de la luz, ya no es uno de nuestros compatriotas...
Lo miré pestañeando confundida, y solo se me ocurrió sonreír para que no se diera cuenta de que en realidad ya me di cuenta de que se le zafó un tornillo.
—Claro, jefe, entiendo, entonces... ¿Necesita algo más?
Al tocar el picaporte a mi espalda, intenté abrirlo sin dejar de mirar a mi jefe sonriendo, no quiero que se dé cuenta de que intento huir. La puerta se abrió, sonreí aliviada, pero de un golpe él la volvió a cerrar, quedando en frente mío en cuestión de segundos, se movió tan rápido que ni siquiera pudo verlo hacerlo.
Pero lo más impresionante no fue solo esto. Dos enormes alas negras se han desplegado desde su espalda y ahora nos rodean a ambos sin darme espacio para huir si así quisiera. Algunas plumas sueltas cayeron entre su mirada y la mía mientras mi respiración se acelera. Sus ojos ahora lucen de color dorado y arruga su ceño a la vez que siento que no puedo respirar.