—¡No!
Abrí los ojos de repente, sintiendo una terrible opresión en mi pecho. Me encontraba acostada boca arriba, jadeando como si hubiera estado corriendo. Acababa de despertarme de un sueño muy vívido y me di cuenta de que tenía las manos sobre la cara. La antigua cicatriz con forma de rayo me escocía bajo los dedos como si alguien me hubiera aplicado un hierro al rojo vivo.
Sequé las lágrimas que se me habían escapado, sintiéndome como si tuviera cinco años. La pesadilla había sido tan real como si la hubiera visto desde otro cuerpo.
Con lentitud, me incorporé en la cama con una mano aún en la cicatriz de la frente y la otra el interruptor de la lámpara, que estaban sobre la mesita de noche. Al encenderla, el dormitorio se convirtió en un lugar un poco más nítido, iluminado por una leve y brumosa luz blanca que se filtraba por las cortinas de la ventana desde la farola de la calle. Volví a tocarme la cicatriz. Aún me ardía. Me puse mi bata y me levanté de la cama. Me dio un escalofrío cuando mis pies descalzos tocaron el piso helado. Crucé el dormitorio, abrí el armario del ropero y me miré en el espejo que había en el lado interno de la puerta. El reflejo de una chica me devolvió la mirada con una expresión de desconcierto en los brillantes ojos verdes, que relucían bajo el enmarañado pelo rojo intenso, el rostro estaba muy pálido y sudoroso. Examiné más de cerca la cicatriz en forma de rayo. Parecía normal como siempre pero seguía escociéndome.
Me quité el cabello de la sudorosa frente intentando recordar lo que soñaba antes de despertarme. Había sido tan real... Aparecían dos personas a las que conocía, y otra a la que no. Me concentré todo lo que pude, frunciendo el entrecejo, tratando de recordar...
Vislumbré la oscura imagen de una estancia en penumbra. Había una serpiente sobre una alfombra... un hombre pequeño llamado Peter y apodado Colagusano... y una voz fría y aguda... la voz de lord Voldemort. Sólo con pensarlo, sentí como si un cubito de hielo se me hubiera deslizado por la garganta hasta el estómago.
Apreté los ojos con fuerza e intenté recordar qué aspecto tenía Voldemort, pero no pude, porque en el momento en que la butaca giró y lo vi sentado en ella, el espasmo de horror me había despertado... ¿o había sido el dolor de la cicatriz?
¿Y quién era aquel anciano? Porque ya tenía claro que en el sueño aparecía un hombre viejo: yo lo había visto caer al suelo. Las imágenes me llegaban de manera confusa. Me volví a cubrir la cara con las manos e intenté representarse la estancia en penumbra, pero era tan difícil como tratar de que el agua recogida en el cuenco de las manos no se escurriera entre los dedos. Voldemort y Colagusano habían hablado sobre alguien a quien habían matado, aunque no podía recordar su nombre... y habían estado planeando un nuevo asesinato: el mío.
Aparté las manos de la cara, abrí los ojos y observé a mi alrededor tratando de descubrir algo inusitado en mi dormitorio. En realidad, había una cantidad extraordinaria de cosas inusitadas en ella: a los pies de la cama había un baúl grande de madera, abierto, y dentro de él un caldero, una escoba, un uniforme y diversos libros de embrujos; los rollos de pergamino cubrían la parte de la mesa que dejaba libre la jaula grande y vacía en la que normalmente descansaba Hedwig, mi lechuza blanca; en el suelo, junto a la cama, había un libro abierto. Lo había estado leyendo por la noche antes de dormirme. Todas las fotos del libro se movían. Hombres vestidos con túnicas de colores naranja brillantes y montados en escobas voladoras entraban y salían de la foto a toda velocidad, arrojándose unos a otros una pelota roja.
Fui hasta el libro, lo cogí y observé cómo uno de los magos marcaba un tanto espectacular colando la pelota por un aro colocado a quince metros de altura. Luego cerré el libro de golpe. Ni siquiera el Quidditch (en mi opinión, el mejor deporte del mundo) podía distraerme en aquel momento. Dejé Volando con los Cannons en mi mesita de noche, me fui al otro extremo del dormitorio y retiré las cortinas de la ventana para observar la calle.
El aspecto de Privet Drive era exactamente el de una respetable calle de las afueras en la madrugada de un sábado. Todas las ventanas tenían las cortinas corridas. Por lo que distinguía en la oscuridad, no había un alma en la calle, ni siquiera un gato.
Y aun así, aun así... Había algo más que me inquietaba.
Nerviosa, regresé a la cama, me senté en ella y volví a llevarme un dedo a la cicatriz. No era el dolor lo que me incomodaba: estaba acostumbrada al dolor y a las heridas. Recordaba, en mi segundo año, había perdido todos los huesos del brazo derecho, y durante la noche me habían vuelto a crecer, muy dolorosamente. No mucho después, un colmillo de treinta centímetros de largo se había clavado en aquel mismo brazo. Y durante el último curso, sin ir más lejos, me había caído desde una escoba voladora a quince metros de altura. Estaba habituada a sufrir extraños accidentes y heridas: eran inevitables cuando uno iba al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y tenía una habilidad especial para atraer todo tipo de problemas.
No, lo que a mi me incomodaba era que la última vez que me había dolido la cicatriz había sido porque Voldemort estaba cerca. Lancé una de mis almohadas contra la pared, molesta por mis pensamientos porque Voldemort no podía andar por allí en esos momentos... La misma idea de que lord Voldemort merodeara por Privet Drive era absurda, imposible.
Escuché atentamente en el silencio. ¿Esperaba sorprender el crujido de algún peldaño de la escalera, o el susurro de una capa? Me sobresalté al oír un tremendo ruido pero a los pocos segundos me di cuenta que eran los ronquidos de mi primo Dudley, en el dormitorio de al lado. Comenzaba a volverme paranoica.
Me reprendí mentalmente. Me estaba comportando como una estúpida: en la casa no había nadie aparte de mi y de tío Vernon, tía Petunia y Dudley, y era evidente que ellos dormían tranquilos y que ningún problema ni dolor había perturbado su sueño.