A las doce del día siguiente, mi baúl ya estaba lleno de mis cosas del colegio y de mis posesiones más apreciadas: la capa invisible heredada de mi padre, la escoba voladora que me había regalado Sirius y el mapa encantado de Hogwarts que me habían dado Fred y George el curso anterior. Había vaciado de todo comestible el espacio oculto debajo de la tabla suelta de mi habitación y repasado dos veces hasta el último rincón de mi dormitorio para no dejar olvidados ninguna pluma ni ningún libro de embrujos, y había despegado de la pared el calendario en que marcaba los días que faltaban para el 1 de septiembre, el día de la vuelta a Hogwarts.
El ambiente en el número 4 de Privet Drive estaba muy tenso. La inminente llegada a la casa de un grupo de brujos ponía nerviosos e irritables a los Dursley. Tío Vernon se asustó mucho cuando le informé de que los Weasley llegarían al día siguiente a las cinco en punto.
—Espero que le hayas dicho a esa gente que se vista adecuadamente — gruñó de inmediato—. He visto cómo van. Deberían ponerse ropa decente.
Tuve un presentimiento que me preocupó. Muy raramente había visto a los padres de Ron vistiendo algo que los Dursley pudieran calificar de «decente». Sus hijos a veces se ponían ropa muggle durante las vacaciones, pero los padres llevaban generalmente ropa de diversos estados de deterioro. A mi no me inquietaba lo que pensaran los vecinos, pero sí lo desagradables que podían resultar los Dursley con los Weasley si aparecían con el aspecto que aquéllos reprobaban en los brujos.
Tío Vernon se había puesto su mejor traje. Alguien podría interpretarlo como un gesto de bienvenida, pero sabía que lo había hecho para impresionar e intimidar. Dudley, por otro lado, parecía algo disminuido, lo cual no se debía a que su dieta estuviera por fin dando resultado, sino al pánico. La última vez que Dudley se había encontrado con un mago adulto salió ganando una cola de cerdo que le sobresalía de los pantalones, y tía Petunia y tío Vernon tuvieron que llevarlo a un hospital privado de Londres para que se la extirparan. Por eso no era sorprendente que Dudley se pasara todo el tiempo restregándose la mano nerviosamente por la rabadilla y caminando de una habitación a otra como los cangrejos, con la idea de no presentar al enemigo el mismo objetivo.
La comida (queso fresco y apio rallado) transcurrió casi en total silencio. Dudley ni siquiera protestó por ella. Tía Petunia no probó bocado. Tenía los brazos cruzados, los labios fruncidos, y se mordía la lengua como masticando la furiosa reprimenda que hubiera querido echarme.
—Vendrán en coche, espero —expectó a voces tío Vernon desde el otro lado de la mesa.
—Ehhh... — no sabía qué contestar.
La verdad era que no había pensado en aquel detalle. ¿Cómo irían a buscarme los Weasley? Ya no tenían coche, porque el viejo Ford Anglia que habían poseído corría libre y salvaje por el bosque prohibido de Hogwarts. Sin embargo, el año anterior el Ministerio de Magia le había prestado un coche al señor Weasley. ¿Haría lo mismo en aquella ocasión?
—Creo que sí —respondí al final, un poco insegura—Al señor Weasley le encantan los autos clásicos.
El bigote de tío Vernon se alborotó con su resoplido. Normalmente hubiera preguntado qué coche tenía el señor Weasley, porque solía juzgar a los demás hombres por el tamaño y precio de su automóvil. Pero, en mi opinión, a tío Vernon no le gustaría el señor Weasley aunque tuviera un Ferrari.
Pasé la mayor parte de la tarde en mi habitación. No podía soportar la visión de tía Petunia escudriñando a través de los visillos cada pocos segundos como si hubieran avisado que andaba suelto un rinoceronte. A las cinco menos cuarto volví a bajar y entré en la sala. Tía Petunia colocaba y recolocaba los cojines de manera compulsiva. Tío Vernon hacía como que leía el periódico, pero no movía los minúsculos ojos, y supuse que en realidad escuchaba con total atención por si oía el ruido de un coche. Dudley estaba hundido en un sillón, con las manos de cerdito puestas debajo de él y agarrándose firmemente la rabadilla. Incapaz de aguantar la tensión que había en el ambiente, salí de la habitación y me fui al recibidor, a sentarme en la escalera, con los ojos fijos en el reloj y el corazón latiéndome muy rápido por la emoción y los nervios.
Pero llegaron las cinco en punto... y pasaron. Tío Vernon, sudando ligeramente dentro de su traje, abrió la puerta de la calle, escudriñó a un lado y a otro, y volvió a meter la cabeza en la casa.
—¡Se retrasan! —me gruñó.
—Ya lo sé —murmuré retorciéndome las manos—. A lo mejor hay problemas de tráfico, yo qué sé.
Las cinco y diez... las cinco y cuarto... ya empezaba a preocuparme. ¿Y si había confundido el día? ¿O les pasó algo?
A las cinco y media oí a tío Vernon y a tía Petunia rezongando en la sala de estar.
—No tienen consideración.
—Podríamos haber tenido un compromiso.
—Tal vez creen que llegando tarde los invitaremos a cenar—susurró tía Petunia con preocupación—No sabemos qué tipo de modales podrían tener esa gentuza.
—Ni soñarlo —dijo tío Vernon. Lo escuché ponerse en pie y caminar nerviosamente por la sala—. Recogerán a la chica y se irán. No se entretendrán. Eso... si es que vienen. A lo mejor se han confundido de día. Me atrevería a decir que la gente de su clase no le da mucha importancia a la puntualidad. O bien es que en vez de coche tienen una cafetera que se les ha averiado... ¡Ahhhhhhhhhhhhh!
Pegué un salto. Del otro lado de la puerta de la sala llegó el ruido que hacían los Dursley moviéndose aterrorizados y descontroladamente por la sala. Un instante después, Dudley entró en el recibidor como una bala, completamente lívido.
—¿Qué sucede? —pregunté alarmada—. ¿Qué te pasa?
Pero Dudley parecía incapaz de hablar y, con movimientos de pato y agarrándose todavía las nalgas con las manos, entró en la cocina. En el interior de la chimenea de los Dursley, que tenía empotrada una estufa eléctrica que simulaba un falso fuego, se oían golpes y rasguños.