Cogimos todo lo que habíamos comprado y, siguiendo al señor Weasley, nos internamos a toda prisa en el bosque por el camino que marcaban los faroles. Oímos los gritos, las risas, los retazos de canciones de los miles de personas que iban con nosotros. La atmósfera de febril emoción se contagiaba fácilmente, y me dolían las mejillas porque no podía dejar de sonreír. Caminamos por el bosque hablando y bromeando en voz alta unos veinte minutos, hasta que al salir por el otro lado nos hallamos a la sombra de un estadio colosal. Aunque sólo podía ver una parte de los inmensos muros dorados que rodeaban el campo de juego, calculaba que dentro podrían haber cabido, sin apretujones, diez catedrales.
—Hay asientos para cien mil personas —explicó el señor Weasley, observando mi expresión de sobrecogimiento—. Quinientos funcionarios han estado trabajando durante todo el año para levantarlo. Cada centímetro del edificio tiene un repelente mágico de muggles. Cada vez que los muggles se acercan hasta aquí, recuerdan de repente que tenían una cita en otro lugar y salen corriendo... ¡Dios los bendiga! —añadió en tono cariñoso, encaminándose delante de los demás hacia la entrada más cercana, que ya estaba rodeada de un enjambre de bulliciosos magos y brujas.
—¡Asientos de primera! —dijo la bruja del Ministerio apostada ante la puerta, al comprobar nuestras entradas—. ¡Tribuna principal! Todo recto, escaleras arriba, Arthur, arriba de todo.
Las escaleras del estadio estaban tapizadas con una suntuosa alfombra de color púrpura. Subimos con la multitud, que poco a poco iba entrando por las puertas que daban a las tribunas que había a derecha e izquierda. Todos seguimos subiendo hasta llegar al final de la escalera y nos encontramos en una pequeña tribuna ubicada en la parte más elevada del estadio, justo a mitad de camino entre los dorados postes de gol. Contenía unas veinte butacas de color rojo y dorado, repartidas en dos filas. Tomé asiento con los demás en la fila de delante y observé el estadio que tenían a mis pies, cuyo aspecto nunca hubiera imaginado.
Era realmente maravilloso.
Cien mil magos y brujas ocupaban sus asientos en las gradas dispuestas en torno al largo campo oval. Todo estaba envuelto en una misteriosa luz dorada que parecía provenir del mismo estadio. Desde aquella elevada posición, el campo parecía forrado de terciopelo. A cada extremo se levantaban tres aros de gol, a unos quince metros de altura. Justo enfrente de la tribuna en que nos hablábamos, casi a la misma altura de nuestros ojos, había un panel gigante. Unas letras de color dorado iban apareciendo en él, como si las escribiera la mano de un gigante invisible, y luego se borraban. Al fijarme, me di cuenta de que lo que se leía eran anuncios que enviaban sus destellos a todo el estadio:
La Moscarda: una escoba para toda la familia: fuerte, segura y con alarma antirrobo incorporada... Quitamanchas mágico multiusos de la Señora Skower: adiós a las manchas, adiós al esfuerzo... Harapos finos, moda para magos: Londres, París, Hogsmeade...
Con dificultad, aparté los ojos de los anuncios y miré por encima del hombro para ver con quiénes compartíqmos la tribuna. Hasta entonces no había llegado nadie, salvo una criatura diminuta que estaba sentada en la antepenúltima butaca de la fila de atrás. La criatura, cuyas piernas eran tan cortas que apenas sobresalían del asiento, llevaba puesto a modo de toga un paño de cocina y se tapaba la cara con las manos. Aquellas orejas largas como de murciélago me resultaron curiosamente familiares...
—¿Dobby? —pregunté, extrañada.
La diminuta figura levantó la cara y separó los dedos, mostrando unos enormes ojos castaños y una nariz que tenía la misma forma y tamaño que un tomate grande. No era Dobby... pero no cabía duda de que se trataba de un elfo doméstico, como había sido Dobby, mi amigo, hasta que lo liberé de sus dueños, la familia Malfoy.
—¿La señorita acaba de llamarme Dobby? —chilló el elfo de forma extraña, por el resquicio de los dedos. Tenía una voz aún más aguda que la de Dobby, apenas un chillido flojo y tembloroso que me hizo suponer (aunque era difícil asegurarlo tratándose de un elfo doméstico) que era hembra. Ron, Will y Hermione se volvieron en sus asientos para mirar. Aunque les había hablado mucho de Dobby, nunca habían llegado a verlo personalmente. Incluso el señor Weasley se mostró interesado.
—Disculpe —le sonreí a la elfina—, la he confundido con un amigo.
—¡Yo también conozco a Dobby, señorita! —chilló la elfina. Se tapaba la cara como si la luz la cegara, a pesar de que la tribuna principal no estaba excesivamente iluminada—. Me llamo Winky, señorita... y usted, señorita... —En ese momento reconoció mi cicatriz, y los ojos se le abrieron hasta adquirir el tamaño de dos platos pequeños—. ¡Usted es, sin duda, Alyssa Potter!
—Sí, lo soy —contesté esbozando una sonrisa incómoda —Es un placer.
—Es un honor conocerla al fin señorita. ¡Dobby habla todo el tiempo de usted, señorita! —exclamó ella, bajando las manos un poco pero conservando su expresión de miedo.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté sonriendo—. ¿Qué tal le sienta la libertad?
—¡Ah, señorita! —respondió Winky, moviendo la cabeza de un lado a otro—, no quisiera faltarle al respeto, señorita, pero no estoy segura de que le hiciera un favor a Dobby al liberarlo, señorita.
—¿Por qué? —me extrañé. Dobby parecía feliz cuando lo liberé—. ¿Qué le pasa?
—La libertad se le ha subido a la cabeza, señorita —mencionó Winky con tristeza— . Tiene raras ideas sobre su condición, señorita. No encuentra dónde colocarse, señorita.
—¿Por qué no? —inquirí.
Winky bajó el tono de su voz media octava para susurrar:
—Pretende que le paguen por trabajar, señorita.
—¿Que le paguen? —repetí, sin entender—. Bueno... ¿por qué no tendrían que pagarle?