—No le digan a su madre que han apostado —imploró a Fred y George el señor Weasley, bajando despacio por la escalera alfombrada de púrpura.
—No te preocupes, papá —respondió Fred muy alegre—. Tenemos grandes planes para este dinero, y no queremos que nos lo confisquen.
Por un momento dio la impresión de que el señor Weasley iba a preguntar qué grandes planes eran aquéllos; pero, tras reflexionar un poco, pareció decidir que prefería no saberlo.
Pronto nos vimos rodeados por la multitud que abandonaba el estadio para regresar a las tiendas de campaña. El aire de la noche llevaba hasta nosotros estridentes cantos mientras volvíamos por el camino iluminado de farolas, y los leprechauns no paraban de moverse velozmente por encima de nuestras cabezas, riéndose a carcajadas y agitando sus faroles. Cuando por fin llegamos a las tiendas, nadie tenía sueño y, dada la algarabía que había en torno a nosotros, el señor Weasley consintió en que tomáramos todos juntos una última taza de chocolate con leche antes de acostarnos. No tardamos en enzarzarnos en una agradable discusión sobre el partido. El señor Weasley se mostró en desacuerdo con Charlie en lo referente al comportamiento violento, y no dio por finalizado el análisis del partido hasta que Gideon se cayó dormido sobre la pequeña mesa, derramando el chocolate por el suelo. Entonces nos mandó a todos a dormir. Hermione y yo fuimos a ponernos las pijamas y nos metimos a nuestra litera. Desde el otro lado del campamento llegaba aún el eco de cánticos y de ruidos extraños.
—¡Cómo me alegro de haber librado hoy! —escuché al señor Weasley ya medio dormido—. No me haría ninguna gracia tener que decirlees a los irlandeses que se acabó la fiesta.
Estaba boca arriba observando la lona del techo de la tienda, en la que de vez en cuando resplandecían los faroles de los leprechauns. Repasaba algunas de las jugadas más espectaculares de Krum, y me moría de ganas de volver a montar en mi Saeta de Fuego y probar el «Amago de Wronski». Oliver Wood no había logrado nunca transmitir con sus complejos diagramas la sensación de aquella jugada... me imaginé a mí misma vistiendo una túnica con mi nombre bordado a la espalda e intenté representarme la sensación de oír la ovación de una multitud de cien mil personas cuando Ludo Bagman pronunciaba mi nombre ante el estadio: «¡Y con ustedes... Potter!»
Cerré los ojos con cansancio y caí rendida pero con una sonrisa. No tenía idea cuánto había dormido cuando alguien gritó.
—¡Levántense! Chicas... deprisa, levántense, es urgente!
Me incorporé de un salto y me golpeé la cabeza con la lona del techo.
—¿Qué pasa? —preguntó Hermione alarmada.
Intuí de inmediato que algo malo ocurría, porque los ruidos del campamento parecían distintos. Los cánticos habían cesado. Se oían gritos, y gente que corría.
Bajé de la litera y cogí mi ropa, pero el señor Weasley había entrado con los vaqueros sobre el pijama.
—No hay tiempo, Allie... Coge sólo tu chaqueta y sal... ¡rápido!
Obedecí y salí a toda prisa de la tienda, detrás de Hermione.
Fred, George, Will y Ron ya estaban afuera, observando con horror el camping.
A la luz de los escasos fuegos que aún ardían, pude ver a gente que corría hacia el bosque, huyendo de algo que se acercaba detrás, por el campo, algo que emitía extraños destellos de luz y hacía un ruido como de disparos de pistola. Llegaban hasta nosotros abucheos escandalosos, carcajadas estridentes y gritos de borrachos. Con la respiración agitada, cogí del brazo a Hermione. A continuación, apareció una fuerte luz de color verde que iluminó la escena.
A través del campo marchaba una multitud de magos, que iban muy apretados y se movían todos juntos apuntando hacia arriba con las varitas. Entorné los ojos para distinguirlos mejor. Parecía que no tuvieran rostro, pero luego comprendí que iban tapados con capuchas y máscaras. Por encima de ellos, en lo alto, flotando en medio del aire, había cuatro figuras que se debatían y contorsionaban adoptando formas grotescas. Era como si los magos enmascarados que iban por el campo fueran titiriteros y los que flotaban en el aire fueran sus marionetas, manejadas mediante hilos invisibles que surgían de las varitas. Dos de las figuras eran muy pequeñas.
Al grupo se iban juntando otros magos, que reían y apuntaban también con sus varitas a las figuras del aire. La marcha de la multitud arrollaba las tiendas de campaña. En una o dos ocasiones, ví a alguno de los que marchaban destruir con un rayo originado en su varita alguna tienda que le estorbaba el paso. Varias se prendieron. El griterío iba en aumento.
Las personas que flotaban en el aire resultaron repentinamente iluminadas al pasar por encima de una tienda de campaña que estaba en llamas, y con el corazón latiéndome como loco, reconocí a una de ellas: era el señor Roberts, el gerente del camping. Los otros tres bien podían ser su mujer y sus hijos. Con la varita, uno de los de la multitud hizo girar a la señora Roberts hasta que quedó cabeza abajo: su camisón cayó entonces para revelar unas grandes bragas. Ella hizo lo que pudo para taparse mientras la multitud, abajo, chillaba y abucheaba alegremente.
—¡Tenemos que ayudarlos! —grité pero pronto me tomaron del brazo.
—¿Estás loca? —gruñó Will y me zarandeó—No puedes hacer nada por ellos.
—Pero…
—Los del Ministerio irán a ayudarlos—Dijo Will tajante—Solo estorbaríamos.
—Dios mío —susurró Hermione, observando horrorizada al más pequeño de los niños muggles, que había empezado a dar vueltas como una peonza, a veinte metros de altura, con la cabeza caída y balanceándose de lado a lado como si estuviera muerto—. Dan verdaderas ganas de vomitar...
Gideon llegó a toda prisa, poniéndose la bata sobre el pijama, con el señor Weasley detrás. Al mismo tiempo salieron de la tienda de los chicos Bill, Charlie y Percy, completamente vestidos, arremangados y con las varitas en la mano.