A la mañana siguiente la tormenta se había ido a otra parte, aunque el maravilloso techo del Gran Comedor seguía teniendo un aspecto muy triste. Durante el desayuno, unas nubes enormes del color gris del peltre se arremolinaban sobre nuestras cabezas, mientras examinábamos nuestros nuevos horarios. Unos asientos más allá, Fred, George y Lee Jordan discurrían métodos mágicos de envejecerse y engañar al juez para poder participar en el Torneo de los tres magos.
—Hoy no está mal: fuera toda la mañana —dijo Ron pasando el dedo por la columna del lunes de su horario—. Herbología con los de Hufflepuff y Cuidado de Criaturas Mágicas... ¡Maldita sea!, seguimos teniéndola con los de Slytherin...
—Y esta tarde dos horas de Adivinación —gruñí, observando el horario. Adivinación era mi materia menos apreciada, aparte de Pociones. La profesora Trelawney siempre estaba prediciendo mi muerte, cosa que no me hacía ni pizca de gracia.
—Tendrían que haber abandonado esa asignatura como hice yo —dijo Hermione con énfasis, untando mantequilla en la tostada—. De esa manera estudiarían algo sensato como Aritmancia.
—Estás volviendo a comer, según veo —musitó Ron, mirando a Hermione y las generosas cantidades de mermelada que añadía a su tostada, encima de la mantequilla.
—He llegado a la conclusión de que hay mejores medios de hacer campaña por los derechos de los elfos —repuso Hermione con altivez.
—Sí... y además tenías hambre —comentó Will, sonriendo.
De repente oímos sobre ellos un batir de alas, y un centenar de lechuzas entró volando a través de los ventanales abiertos. Llevaban el correo matutino. Instintivamente, alcé la vista, pero no vi ni una mancha blanca entre la masa parda y gris. Las lechuzas volaron alrededor de las mesas, buscando a las personas a las que iban dirigidas las cartas y paquetes que transportaban. Un cárabo grande se acercó a Neville y dejó caer un paquete sobre su regazo. A Neville casi siempre se le olvidaba algo. Al otro lado del Gran Comedor, el búho de Draco Malfoy se posó sobre su hombro, llevándole lo que parecía su acostumbrado suplemento de dulces y pasteles procedentes de su casa. Tratando de olvidar el nudo en el estómago provocado por la desilusión, volví a mis gachas de avena. ¿Era posible que le hubiera sucedido algo a Hedwig y que Sirius no hubiera llegado a recibir la carta?
—Él está bien—me susurró Will haciendo que me sobresaltara—Sirius sabe lo que hace.
Me di cuenta que me había estado observando a través de su libro. Estaba retorciendo las manos debajo del mantel de la mesa, manteniendo el impulso de morderme las uñas por la preocupación.
—¿De verdad lo crees?
—Si le hubiera pasado algo a estás alturas ya lo sabríamos—dijo para tranquilizarme.
Pero mis preocupaciones me duraron todo el recorrido a través del embarrado camino que llevaba al Invernadero 3; pero, una vez en él, la profesora Sprout me distrajo de ellas al mostrar a la clase las plantas más feas que había visto nunca. Desde luego, no parecían tanto plantas como gruesas y negras babosas gigantes que salieran verticalmente de la tierra. Todas estaban algo retorcidas, y tenían una serie de bultos grandes y brillantes que parecían llenos de líquido.
—Son bubotubérculos —nos dijo con énfasis la profesora Sprout—. Hay que exprimirlas, para recoger el pus...
—¿El qué? —preguntó Seamus Finnigan, con asco.
—El pus, Finnigan, el pus —repitió la profesora Sprout—. Es extremadamente útil, así que espero que no se pierda nada. Como decía, recogerán el pus en estas botellas. Tienen que ponerse los guantes de piel de dragón, porque el pus de un bubo tubérculo puede tener efectos bastante molestos en la piel cuando no está diluido.
Exprimir los bubos tubérculos resultaba desagradable, pero curiosamente satisfactorio. Cada vez que se reventaba uno de los bultos, salía de golpe un líquido espeso de color amarillo verdoso que olía intensamente a petróleo. Lo fuimos introduciendo en las botellas, tal como nos había indicado la profesora Sprout, y al final de la clase habíamos recogido varios litros.
—La señora Pomfrey se pondrá muy contenta —comentó la profesora Sprout, tapando con un corcho la última botella—. El pus de bubo tubérculo es un remedio excelente para las formas más persistentes de acné. Les evitaría a los estudiantes tener que recurrir a ciertas medidas desesperadas para librarse de los granos.
—Como la pobre Eloise Migden —rio Hannah Abbott, alumna de Hufflepuff, en voz muy baja—. Intentó quitárselos mediante una maldición.
—Una chica bastante tonta —afirmó la profesora Sprout, moviendo la cabeza—. Pero al final la señora Pomfrey consiguió ponerle la nariz donde la tenía.
El insistente repicar de una campana procedente del castillo resonó en los húmedos terrenos del colegio, señalando que la clase había finalizado, y el grupo de alumnos se dividió: los de Hufflepuff subieron al aula de Transformaciones, y los de Gryffindor nos encaminamos en sentido contrario, bajando por la explanada, hacia la pequeña cabaña de madera de Hagrid, que se alzaba en el mismo borde del bosque prohibido.
Hagrid nos estaba esperando de pie, fuera de la cabaña, con una mano puesta en el collar de Fang, su enorme perro jabalinero de color negro. En el suelo, a sus pies, había varias cajas de madera abiertas, y Fang gimoteaba y tiraba del collar, ansioso por investigar el contenido. Al acercarse, un traqueteo llegó a sus oídos, acompañado de lo que parecían pequeños estallidos.
—¡Buenas! —saludó Hagrid, sonriéndonos a Ron, a Hermione y a mi—. Será mejor que esperemos a los de Slytherin, que no querrán perderse esto: ¡escregutos de cola explosiva!
—¿Cómo? —preguntó Ron.
Hagrid señaló las cajas.
—¡Ay! —chilló Lavender, dando un salto hacia atrás.
En opinión, la interjección «ay» daba cabal idea de lo que eran los escregutos de cola explosiva. Parecían langostas deformes de unos quince centímetros de largo, sin caparazón, horriblemente pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les salían de sitios muy raros y sin cabeza visible. En cada caja debía de haber cien, que se movían unos encima de otros y chocaban a ciegas contra las paredes. Despedían un intenso olor a pescado podrido. De vez en cuando saltaban chispas de la cola de un escreguto que, haciendo un suave «¡fut!», salía despedido a un palmo de distancia.