Como si mi cerebro se hubiera pasado la noche fluyendo, me levanté temprano a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Me vestí a la pálida luz del alba, salí del dormitorio sin despertar a Hermione y bajé a la sala común, en la que aún no había nadie. Cogí un trozo de pergamino de la mesa en la que todavía estaba mi trabajo para la clase de Adivinación, y escribí en él.
Querido Sirius:
Creo que lo de que me dolía la cicatriz fue algo que me imaginé, nada más. Estaba medio dormida la última vez que te escribí. No tiene sentido que vengas, aquí todo va perfectamente. No te preocupes por mí, estoy a salvo y mi cabeza está en perfectas condiciones. Espero que estés bien.
Besos y abrazos
Allie
Salí por el hueco del retrato, subí por la escalera del castillo, que estaba sumido en el silencio (sólo me retrasó Peeves, que intentó vaciar un jarrón grande encima de mí, en medio del corredor del cuarto piso), y finalmente llegué a la lechucería, que estaba situada en la parte superior de la torre oeste.
La lechucería era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con muchas corrientes de aire, puesto que ninguna de las ventanas tenía cristales. El suelo estaba completamente cubierto de paja, excrementos de lechuza y huesos regurgitados de ratones y campañoles. Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el techo de la torre, descansaban cientos y cientos de lechuzas de todas las razas imaginables, casi todas dormidas, aunque podía distinguir aquí y allá algún ojo ambarino fijo en mí. Vi a Hedwig acurrucada entre una lechuza común y un cárabo, y fui aprisa hacia ella, resbalando un poco en los excrementos esparcidos por el suelo.
Me costó bastante rato persuadirla de que abriera los ojos y, luego, de que los dirigiera hacia mi en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras y dándome la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por mí la noche anterior. Al final, sugerí en voz alta que tal vez estuviera demasiado cansada y que sería mejor pedirle a Ron que me prestara a Pigwidgeon, y fue entonces cuando Hedwig levantó la pata para que le atara la carta.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le pedí, acariciándole la espalda mientras la llevaba posada en mi brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que encontrarlo antes que los dementores...Escucha, lo siento ¿si?, estaba enojada y me desquité contigo pero entiéndeme, me preocupa y sabes lo importante que es él para mí. Así que, ¿harías esto por mí?
Ella me pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre, suavemente, como diciéndome que me quedara tranquila. Luego extendió las alas y salió al mismo tiempo que lo hacía el sol. La contemplé mientras se perdía de vista, sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado segura de que la respuesta de Sirius me aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
—Le has dicho una mentira, Potter —me espetó Will en el desayuno, después que les conté lo que había hecho.
— No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes—me reprochó Hermione
—¿Y qué? —repuse—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjala —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para argumentar contra mi. Y, por una vez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
Durante las dos semanas siguientes, intenté no preocuparme por Sirius. La verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy nerviosa en busca de Hedwig, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía evitar representarme horribles visiones de Sirius acorralado por los dementores en alguna oscura calle de Londres; pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar mis pensamientos de mi padrino. Hubiera querido poder jugar al quidditch para distraerme. Nada le iba mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento. Por otro lado, las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Para mi sorpresa, el profesor Moody anunció que nos echaría la maldición imperius por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podíamos resistirnos a sus efectos.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo vacilante Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita, dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...
—Dumbledore quiere que les enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada sobrecogedora—. Si alguno de ustedes prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede salir del aula.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró algo de que no había querido decir que deseara irse. Ron y yo nos sonreímos el uno al otro. Sabíamos que Hermione preferiría beber pus de bubo tubérculo antes que perderse una clase tan importante.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición imperius. vi cómo mis compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Con nerviosismo, me adelanté hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas. Moody levantó la varita mágica, me apuntó con ella y dijo: