Alyssa Potter…
Permanecí sentada, consciente de que todos cuantos estaban en el Gran Comedor me miraban. Me sentía aturdida, muy atontada. Debía de estar en una de mis pesadillas. O tal vez… no había oído bien.
Sí. Quizás era eso.
Porque era imposible que yo saliera seleccionada para este Torneo, ni siquiera me propuse seriamente en participar como lo habían hecho los gemelos Weasley.
Nadie aplaudía. Un zumbido como de abejas enfurecidas comenzaba a llenar el salón. Algunos alumnos se levantaban para verme mejor como si fuera un bicho raro, porque aún seguía inmóvil, sentada en mi sitio.
En la mesa de los profesores, la profesora McGonagall se levantó y se acercó a Dumbledore, con el que cuchicheó impetuosamente. El profesor Dumbledore inclinaba hacia ella la cabeza, frunciendo un poco el entrecejo.
Me volví hacia Ron, Will y Hermione. Más allá de ellos, vi que todos los demás ocupantes de la larga mesa de Gryffindor me miraban con la boca abierta.
—Yo no puse mi nombre —murmuré, totalmente confusa—. Ustedes lo saben.
Uno y otro me devolvió la misma mirada de aturdimiento.
En la mesa de los profesores, Dumbledore se irguió e hizo un gesto afirmativo a la profesora McGonagall.
—¡Alyssa Potter! —llamó—. ¡Alyssa! ¡Levántate y ven aquí, por favor!
Noté un poco de pánico en la voz del director. Quería convencerme que ese nombre no era el mío.
—Vamos —me susurró Hermione, dándome un leve empujón.
Me puse en pie, pisé el dobladillo de la túnica y me tambaleé un poco. Avancé por el hueco que había entre las mesas de Gryffindor y Hufflepuff. Me pareció un camino larguísimo y no se desvanecían mis ganas de vomitar. La mesa de los profesores no parecía hallarse más cerca aunque caminara hacia ella, y notaba la mirada de cientos y cientos de ojos, como si cada uno de ellos fuera un reflector. El zumbido se hacía cada vez más fuerte. Después de lo que me pareció una hora, me encontré delante de Dumbledore y noté las miradas de todos los profesores.
Mis piernas temblaron.
—Bueno... cruce la puerta, señorita Potter—Murmuró Dumbledore, sin sonreír.
No. Te. Alteres.
Con un terrible hueco en el estómago, pasé por la mesa de profesores. Hagrid, sentado justo en un extremo, no me guiñó un ojo, ni levantó la mano, ni hizo ninguna de sus habituales señas de saludo. Parecía completamente aturdido y, al pasar, me miró como hacían todos los demás. Salí del Gran Comedor y me encontré en una sala más pequeña, decorada con retratos de brujos y brujas. Delante de mi, en la chimenea, crepitaba un fuego acogedor.
Cuando entré, las caras de los retratados se volvieron hacia mi. Vi que una bruja con el rostro lleno de arrugas salía precipitadamente de los límites de su marco y se iba al cuadro vecino, que era el retrato de un mago con bigotes de foca. La bruja del rostro arrugado empezó a susurrarle algo al oído.
Viktor Krum, Cedric Diggory y Fleur Delacour estaban junto a la chimenea. Con sus siluetas recortadas contra las llamas, tenían un aspecto curiosamente imponente. Krum, cabizbajo y siniestro, se apoyaba en la repisa de la chimenea, ligeramente separado de los otros dos. Cedric, de pie con las manos a la espalda, observaba el fuego. Fleur Delacour me miró cuando entré y volvió a echarse para atrás su increíble largo cabello plateado.
—¿Qué pasa? —preguntó, creyendo que había entrado para transmitirles algún mensaje—. ¿«Quieguen» que volvamos al «comedog»?
—Eh…
No sabía cómo explicar lo que acababa de suceder. Me quedé allí quieta, mirando a los tres campeones, sorprendida de los altos que parecían.
¿Por qué rayos era tan bajita?
—¿Qué ocurre?—preguntó Cedric con el ceño fruncido.
Seguía sin poder decir una palabra.
Di un respingo cuando oí detrás un ruido de pasos apresurados. Era Ludo, que entraba en la sala. Me cogió del brazo y me llevó hacia delante.
—¡Extraordinario! —susurró, apretándome el brazo—. ¡Absolutamente extraordinario! Caballeros... señorita —añadió, acercándose al fuego y dirigiéndose a los otros tres—. ¿Puedo presentarles, por increíble que parezca, a la cuarta campeona del Torneo de los tres magos?
Viktor Krum se enderezó. Su hosca cara se ensombreció al examinarme. Cedric parecía desconcertado: pasó la vista de Bagman a mi y de mi a Bagman como si estuviera convencido de que había oído mal. Fleur Delacour, sin embargo, se sacudió el pelo y rió levemente.
—¡Oh, un chiste muy «divegtido», «señog» Bagman!
—¿Un chiste? —repitió Bagman, desconcertado—. ¡No, no, en absoluto! ¡El nombre de Alyssa acaba de salir del cáliz de fuego!
Pasé una mano por mi frente sudorosa apenas creyendo de mi propia suerte. Krum contrajo levemente sus espesas cejas negras. Cedric seguía teniendo el mismo aspecto de cortés desconcierto. Fleur frunció el entrecejo.
—«Pego» es evidente que ha habido un «egog» —musitó a Bagman con desdén y después me miró de arriba a bajo—. Ella no puede «competig». Es demasiado joven.
—Bueno... esto ha sido muy extraño —reconoció Bagman, frotándose la barbilla impecablemente afeitada y mirándome sonriente—. Pero, como saben, la restricción es una novedad de este año, impuesta sólo como medida extra de seguridad. Y como su nombre ha salido del cáliz de fuego... Quiero decir que no creo que ahora haya ninguna posibilidad de hacer algo para impedirlo.
—P-pero yo no puedo competir—balbuceé atropelladamente—Esto es un error. Tiene que haber algo que pueda anular esto.
—Son las reglas, querida, y no tienes más remedio que concursar. Tendrás que hacerlo lo mejor que puedas...
Detrás de nosotros, la puerta volvió a abrirse para dar paso a un grupo numeroso de gente: el profesor Dumbledore, seguido de cerca por el señor Crouch, el profesor Karkarov, Madame Maxime, la profesora McGonagall y el profesor Snape. Antes de que la profesora McGonagall cerrara la puerta, escuché el rumor de los cientos de estudiantes que estaban al otro lado del muro.