Al despertar en la mañana siguiente, mi cabeza me dolía terriblemente. Cuando me levanté de la cama, estaba tan distraída que puse tan poca atención al vestirme que tardé un rato en darme cuenta de que estaba intentando meter un pie en el sombrero en vez de hacerlo en la calceta. Cuando por fin logré ponerme todas las prendas en las partes correctas del cuerpo, salí aprisa para buscar a Hermione y a Will, y los encontré a la mesa de Gryffindor del Gran Comedor, desayunando con Gideon. El hermoso techo encantado estaba tan pálido y sin calidez como mi humor. Demasiado intranquila para comer, aguardé a que Hermione y Will se tomaran la última cucharada de gachas de avena y me los llevé fuera para dar otro paseo. En los terrenos del colegio, mientras bordeábamos el lago, les conté todo lo de los dragones y lo que me había dicho Sirius.
Aunque muy asustados por las advertencias de Sirius sobre Karkarov, Hermione y Will pensaron que el problema más acuciante eran los dragones.
—Primero vamos a intentar que el martes por la tarde sigas viva, y luego ya nos preocuparemos por Karkarov.
Dimos tres vueltas al lago, pensando cuál sería el encantamiento con el que me podría someter a un dragón. Pero, como no se nos ocurrió nada, fuimos a la biblioteca. Tomé todo lo que vi sobre dragones, y uno y otro nos pusimos a buscar entre la alta pila de libros.
—«Embrujos para cortarles las uñas... Cómo curar la podredumbre de las escamas...» —Will frunció el entrecejo, parecía disgustado—Esto no nos sirve: es para personas como Hagrid que lo que quieren es cuidarlos...
—«Es extremadamente difícil matar a un dragón debido a la antigua magia que imbuye su gruesa piel, que nada excepto los encantamientos más fuertes puede penetrar...» —leyó Hermione—. ¡Pero Sirius dijo que había uno sencillo que valdría!
—Busquemos pues en los libros de encantamientos sencillos... —dije, apartando a un lado el Libro del amante de los dragones.
Volví a la mesa con una pila de libros de hechizos y comencé a hojearlos uno tras otro. A mi lado, Hermione cuchicheaba sin parar:
—Bueno, están los encantamientos permutadores... pero ¿para qué cambiarlos? A menos que le cambiaras los colmillos en gominolas o algo así, porque eso lo haría menos peligroso... El problema es que, como decía el otro libro, no es fácil penetrar la piel del dragón. Lo mejor sería transformarlo, pero, algo tan grande, me temo que no tienes ninguna posibilidad: dudo incluso que la profesora McGonagall fuera capaz... Pero tal vez podrías encantarte tú misma. Tal vez para adquirir más poderes. Claro que no son hechizos sencillos, y no los hemos visto en clase; sólo los conozco por haber hecho algunos ejercicios preparatorios para el TIMO...
—Hermione —pedí, exasperada—, ¿quieres callarte un momento, por favor? Trato de concentrarme.
Pero lo único que ocurrió cuando Hermione se calló fue que mi cerebro se llenó de una especie de zumbido que tampoco me dejaba concentrar.
Recorrí sin esperanzas el índice del libro Maleficios básicos para el hombre ocupado y fastidiado: arranque de cabellera instantáneo —pero los dragones ni siquiera tienen pelo—, aliento de pimienta —eso seguramente sería echar más leña al fuego—, lengua de cuerno —precisamente lo que necesitaba: darle al dragón una nueva arma...
—¡Oh, no!, aquí vuelve. ¿Por qué no puede leer en su barquito? —dijo Hermione irritada cuando Viktor Krum entró con su andar desgarbado, nos dirigió una hosca mirada y se sentó en un distante rincón con una pila de libros.
—¿Qué hace él aquí? —Preguntó Will con desconfianza.
—Tal vez está buscando algo para la primera prueba—me encogí de hombros— O viene a ver a alguien en especial.
Le lancé una mirada a Hermione y ella se paró de golpe.
—Vamos, chicos, volvamos a la sala común... El club de fans llegará dentro de un momento y no pararán de cotorrear...
Y, efectivamente, en el momento en que salíamos de la biblioteca, entraba de puntillas un ruidoso grupo de chicas, una de ellas con una bufanda de Bulgaria atada a la cintura.
Apenas dormí aquella noche. Cuando desperté la mañana del lunes, pensé seriamente, por vez primera, en escapar de Hogwarts. Pero en el Gran Comedor, a la hora del desayuno, miré a mi alrededor y pensé en lo que dejaría si me fuera del castillo, y me di cuenta de que no podía hacerlo. Era el único sitio en que había sido feliz... Bueno, seguramente también había sido feliz con mis padres, pero de eso no me acordaba.
En cierto modo, fue un alivio comprender que prefería quedarme y enfrentar al dragón a volver a Privet Drive con mis tíos. Me hizo sentir más tranquila. Terminé con dificultad el tocino (nada me pasaba bien por la garganta) y, al levantarme de la mesa con mis amigos, vi a Cedric Diggory dejando la mesa de Hufflepuff.
Sentí una punzada de vergüenza.
Cedric seguía sin saber lo de los dragones. Era el único de los campeones que no se habría enterado, si estaba en lo cierto al pensar que Maxime y Karkarov se lo habían contado a Fleur y Krum.
—Nos vemos más tarde —les dije, tomando una decisión al ver a Cedric dejar el Gran Comedor—. Tengo que hacer algo.
—Pero tienen Herbología—dijo Will sin comprender.
—Llegarás tarde, Allie—Hermione parecía horrorizada—Está a punto de sonar la campana.
—No te alteres, te alcanzaré en el invernadero.
Cuando llegué a la escalinata de mármol, Cedric ya estaba al final de ella, acompañado por unos cuantos amigos de sexto curso. No quería hablar con Cedric delante de ellos, porque eran de los que le repetían frases del artículo de Rita Skeeter cada vez que me veían. Lo seguí a cierta distancia, y vi que se dirigía hacia el corredor donde se hallaba el aula de Encantamientos. Eso me dio una idea. Deteniéndome a una distancia prudencial de ellos, saqué la varita y apunté con cuidado.
—¡Diffindo!
A Cedric se le rasgó la mochila. Libros, plumas y rollos de pergamino se esparcieron por el suelo, y varios frascos de tinta se rompieron.