Todos nos levantamos tarde el 26 de diciembre. La sala común de Gryffindor se encontraba más silenciosa de lo que había estado últimamente, y muchos bostezos salpicaban las desganadas conversaciones. El pelo de Hermione volvía a estar tan enmarañado como siempre, y ella confesó que había empleado grandes cantidades de poción alisadora; «pero es demasiado lío para hacerlo todos los días», añadió con sensatez mientras rascaba detrás de las orejas a Crookshanks, que ronroneaba.
Ron y Hermione parecían haber llegado al acuerdo de no tocar más el tema de su disputa. Volvían a ser muy amables el uno con el otro, aunque algo formales. Will y yo los pusimos al tanto de la conversación entre Madame Maxime y Hagrid, Ron no se lo esperaba pero Hermione no pareció encontrar tan sorprendente la noticia de que Hagrid era un semigigante.
—Bueno, ya me lo imaginaba —dijo encogiéndose de hombros—. Sabía que no podía ser un gigante puro, porque miden unos siete metros de altura. Pero, la verdad, esa histeria con los gigantes... No creo que todos sean tan horribles. Son los mismos prejuicios que tiene la gente contra los hombres lobo. No es más que intolerancia, ¿verdad?
Daba la impresión de que a Ron le hubiera gustado dar una respuesta mordaz, pero tal vez no quería empezar otra discusión, porque se contentó con negar con la cabeza cuando Hermione no lo veía.
Había llegado el momento de pensar en los deberes que no habían hecho durante la primera semana de vacaciones. Una vez pasado el día de Navidad, todo el mundo se sentía desinflado. Todo el mundo salvo yo, que otra vez comenzaba a preocuparme.
El problema era que, una vez terminadas las fiestas, el 24 de febrero parecía mucho más cercano, y aún no había hecho nada para descifrar el enigma que encerraba el huevo de oro. Así pues, empecé a sacar el huevo del baúl cada vez que subía al dormitorio; lo abría y lo escuchaba con atención, esperando que algo cobrara sentido de repente. Trataba de pensar a qué me recordaba aquel sonido, aparte de a una treintena de sierras musicales, pero nunca había oído nada que se le pareciera Exasperada, cerré el huevo, lo agité vigorosamente y lo volví a abrir para comprobar si el sonido había cambiado, pero no era así. Intenté hacerle al huevo varias preguntas, gritando por encima de los gemidos, pero no me respondía. Incluso tiré el huevo a la otra punta del dormitorio, aunque no creí que fuera a servirme de nada.
No olvidaba la pista que me había dado Cedric, pero los sentimientos de desconfianza que éste me inspiraba entonces me hacían rechazar aquella ayuda siempre que fuera posible. En cualquier caso, me parecía que, si de verdad Cedric hubiera querido echarme una mano, habría sido algo más explícito. Yo le había explicado qué era exactamente a lo que se iba a enfrentar en la primera prueba... mientras que la idea que Cedric tenía de justa correspondencia consistía en aconsejarme que me tomara un baño. Bueno, no necesitaba esa birria de ayuda, y no entendía cómo alguien como Shane podía ser amigo de él.
Había hablado con Shane antes de que saliera de la enfermería y me contó desesperado que había peleado para asistir al baile conmigo pero Madame Pomprey lo obligó a quedarse después de que una fea urticaria apareció casi en todo su cuerpo. La enfermera le había aplicado una pasta verde y olorosa para que la comezón no lo volviera loco. Lo calmé diciéndole que no estaba enojada con él, todo el asunto había sido un malentendido y estaba dispuesta a olvidarlo. (Aunque no le agradó saber que Will me llevó al baile)
Y así llegó el primer día del segundo trimestre, y me fui a clase con el habitual peso de los libros, pergaminos y plumas, más el peso en el estómago de la preocupación por el enigma del huevo, como si también me llevara de un lado a otro.
Todavía había una gruesa capa de nieve alrededor del colegio, y las ventanas del invernadero estaban cubiertas de un vaho tan espeso que no se podía ver nada por ellas en la clase de Herbología. Con aquel tiempo nadie tenía muchas ganas de que llegara la clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, aunque, como dijo Ron, los escregutos seguramente los harían entrar en calor, ya fuera por tener que cazarlos o porque arrojarían fuego con la suficiente intensidad para prender la cabaña de Hagrid. Sin embargo, al llegar a la cabaña de nuestro amigo encontramos ante la puerta a una bruja anciana de pelo gris muy corto y barbilla prominente.
—Dense prisa, vamos, ya hace cinco minutos que sonó la campana —nos gritó al vernos acercarnos a través de la nieve.
—¿Quién es usted? —le pregunté mirándola fijamente—. ¿Dónde está Hagrid?
—Soy la profesora Grubbly-Plank —dijo con entusiasmo—, la sustituta temporal de su profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas.
—¿Dónde está Hagrid? —repitió Ron.
—Está indispuesto —respondió lacónicamente la mujer.
Hasta mis oídos llegó una risa apenas audible pero desagradable. Me volví. Estaban llegando Draco Malfoy y el resto de los de Slytherin. Todos parecían contentos, y ninguno se sorprendía de ver a la profesora Grubbly-Plank.
—Por aquí, por favor —nos dijo ésta, y se encaminó a grandes pasos hacia el potrero en que tiritaban los enormes caballos de Beauxbatons.
Ron, Hermione y yo la seguimos volviendo la vista atrás, a la cabaña de Hagrid. Habían corrido todas las cortinas. ¿Estaba allí Hagrid, solo y enfermo?
—¿Qué le pasa a Hagrid? —pregunté, apresurandome para poder alcanzar a la profesora Grubbly-Plank.
—No te importa —respondió ella, como si pensara que trataba de molestar.
—Sí me importa —repliqué acalorada—. ¿Qué le pasa?
La bruja no me hizo caso. Nos condujo al otro lado del potrero, donde descansaban los caballos de Beauxbatons, amontonados para protegerse del frío, y luego hacia un árbol que se alzaba en el lindero del bosque. Atado a él había un unicornio grande y muy bello.