Como no sabía cuánto tiempo tendría que estar bañándome para desentrañar el enigma del huevo de oro, decidí hacerlo de noche, cuando podría tomarme todo el tiempo que quisiera. Aunque no me hacía gracia aceptar más favores de Cedric, decidí también utilizar el cuarto de baño de los prefectos, porque muy pocos tenían acceso a él y era mucho menos probable que me molestaran allí.
Planeé cuidadosamente mi incursión. Filch, el conserje, me había pillado una vez levantada de la cama y paseando en medio de la noche por donde no debía, y no quería repetir aquella experiencia. Desde luego, la capa invisible sería esencial, y para más seguridad decidí llevar el mapa del merodeador, que, juntamente con la capa, constituía la más útil de mis pertenencias cuando se trataba de quebrantar normas. El mapa mostraba todo el castillo de Hogwarts, incluyendo sus muchos atajos y pasadizos secretos y, lo más importante de todo, señalaba a la gente que había dentro del castillo como minúsculas motas acompañadas de un cartelito con su nombre. Las motitas se movían por los corredores en el mapa, de forma que me daría cuenta de antemano si alguien se aproximaba al cuarto de baño.
El jueves por la noche fui furtivamente a mi habitación, me puse la capa, volví a bajar la escalera y, exactamente como había hecho la noche en que Hagrid me mostró los dragones, esperé a que abrieran el hueco del retrato. Esta vez fue Ron quien esperaba fuera para darle a la Señora Gorda la contraseña («Buñuelos de plátano»).
—Buena suerte — susurró Ron, entrando en la sala común mientras salía.
En aquella ocasión resultaba difícil moverme bajo la capa con el pesado huevo en un brazo y el mapa sujeto delante de la nariz con el otro. Pero los corredores estaban iluminados por la luz de la luna, vacíos y en silencio, y consultando el mapa de vez en cuando me aseguraba de no encontrarme con nadie a quien quisiera evitar. Cuando llegué a la estatua de Boris el Desconcertado —un mago con pinta de andar perdido, con los guantes colocados al revés, el derecho en la mano izquierda y viceversa— localicé la puerta, me acerqué a ella y, tal como me había indicado Cedric, susurré la contraseña:
—«Frescura de pino.»
La puerta chirrió al abrirse. Me deslicé por ella, eché el cerrojo después de entrar y, mirando a mi alrededor, me quité la capa invisible.
Mi reacción inmediata fue pensar que merecía la pena llegar a prefecta sólo para poder utilizar aquel baño. Estaba suavemente iluminado por una espléndida araña llena de velas, y todo era de mármol blanco, incluyendo lo que parecía una piscina vacía de forma rectangular, en el centro de la habitación. Por los bordes de la piscina había unos cien grifos de oro, cada uno de los cuales tenía en la llave una joya de diferente color. Había asimismo un trampolín, y de las ventanas colgaban largas cortinas de lino blanco. En un rincón vi un montón de toallas blancas muy mullidas, y en la pared un único cuadro con marco dorado que representaba una sirena rubia profundamente dormida sobre una roca; el largo pelo, que le caía sobre el rostro, se agitaba cada vez que resoplaba.
Avancé mirando a mi alrededor. Mis pasos hacían eco en los muros. A pesar de lo magnífico que era el cuarto de baño, y de las ganas que tenía de abrir algunos de los grifos, no podía disipar el recelo de que Cedric me hubiera tomado el pelo. ¿En qué iba a ayudarme aquello a averiguar el misterio del huevo? Aun así, puse al lado de la piscina la capa, el huevo, el mapa y una de las mullidas toallas, me arrodillé y abrí unos grifos.
Me di cuenta enseguida de que el agua llevaba incorporados diferentes tipos de gel de baño, aunque eran geles distintos de cualesquiera que hubiera antes. Por uno de los grifos manaban burbujas de color rosa y azul del tamaño de balones de fútbol; otro vertía una espuma blanca como el hielo y tan espesa que imaginé que podría soportar mi peso si hacia la prueba; de un tercero salía un vapor de color púrpura muy perfumado que flotaba por la superficie del agua. Me divertí un rato abriendo y cerrando los grifos, disfrutando especialmente de uno cuyo chorro rebotaba por la superficie del agua formando grandes arcos. Luego, cuando la profunda piscina estuvo llena de agua, espuma y burbujas (lo que, considerando su tamaño, llevó un tiempo muy corto), cerré todos los grifos, me quité la bata, la pijama y las zapatillas, solo dejándome el bañador y me metí en el agua.
Era tan profunda que apenas llegaba con los pies al fondo, e hice un par de largos antes de volver a la orilla y quedarme mirando el huevo. Aunque era muy agradable nadar en un agua caliente llena de espuma, mientras por todas partes emanaban vapores de diferentes colores, no me vino a la cabeza ninguna idea brillante ni saltó ninguna chispa de repentina comprensión.
Alargué los brazos, levanté el huevo con las manos húmedas y lo abrí. Los gemidos estridentes llenaron el cuarto de baño, reverberando en los muros de mármol, pero sonaban tan incomprensibles como siempre, si no más debido al eco. Volví a cerrarlo, preocupada porque el sonido pudiera atraer a Filch y preguntándome si no sería eso precisamente lo que había pretendido Cedric. Y entonces alguien habló y me sobresaltó hasta tal punto que dejé caer el huevo, el cual rodó estrepitosamente por el suelo del baño.
—Yo que tú lo metería en el agua.
Del susto, acababa de tragarme una considerable cantidad de burbujas. Me erguí, escupiendo, y vi el fantasma de una chica de aspecto muy triste sentado encima de uno de los grifos con las piernas cruzadas. Era Myrtle la Llorona, a la que usualmente se oía sollozar en la cañería de uno de los váteres tres pisos más abajo.
—¡Myrtle! —exclamé, molesta—. ¿Qué haces aquí?
La espuma era tan densa que aquello realmente no importaba mucho, pero tenía la desagradable sensación de que Myrtle me había estado espiando desde que había entrado.