—¡Dijiste que ya habías descifrado el enigma! —exclamó Hermione indignada.
—¡Baja la voz! —Dije con el tímpano adolorido— Sólo me falta... afinar un poco, ¿de acuerdo? Cálmate por favor…
Ocupabamos un pupitre justo al final del aula de Encantamientos. Aquel día teníamos que practicar lo contrario del encantamiento convocador: el encantamiento repulsor. Debido a la posibilidad de que ocurrieran desagradables percances cuando los objetos cruzaban el aula por los aires, el profesor Flitwick nos había entregado a cada estudiante una pila de cojines con los que practicar, suponiendo que nosotros no le harímos daño a nadie aunque erráramos nuestra diana. No era una idea desacertada, pero no acababa de funcionar. La puntería de Neville, sin ir más lejos, era tan mala que no paraba de lanzar por el aula cosas mucho más pesadas: como, por ejemplo, al propio profesor Flitwick.
—Olvídense por un minuto del huevo ese, ¿quieren? —susurré con impaciencia, mientras el profesor Flitwick, con aspecto resignado, pasaba volando por su lado e iba a aterrizar sobre un armario grande—. Lo que quiero es hablarles de Snape y Moody...
Aquella clase era el marco ideal para contar secretos, porque la gente se divertía demasiado para prestar atención a las conversaciones de otros. Durante la última media hora, en episodios susurrados, les había relatado mi aventura de la noche anterior.
—¿Snape dijo que Moody también había registrado su despacho? — preguntó Ron con los ojos encendidos de interés, mientras repelía un cojín con un movimiento de la varita (el almohadón se elevó en el aire y golpeó contra el sombrero de Parvati, el cual fue a parar al suelo—. Esto... ¿crees que Moody ha venido a vigilar a Snape además de a Karkarov?
—Bueno, no sé si eso es lo que Dumbledore le pidió hacer, pero desde luego es lo que está haciendo —respondí, moviendo la varita sin prestar mucha atención, de forma que el cojín se precipitó del pupitre al suelo—. Moody dijo que si Dumbledore permitía a Snape quedarse aquí era por darle una segunda oportunidad...
—¿Qué? —exclamó Hermione, sorprendida, mientras su segundo almohadón salía por el aire rotando, rebotaba en la lámpara del techo y caía pesadamente sobre la mesa de Flitwick.
— Allie... ¡a lo mejor Moody cree que fue Snape el que puso tu nombre en el cáliz de fuego! —dijo Ron
—Vamos, Ron—dijo Hermione, escéptica—, ya creímos en cierta ocasión que Snape intentaba matar a Allie, y resultó que le estaba salvando la vida, ¿recuerdas?
Mientras hablaba, repelió un cojín, que se fue volando por el aula y aterrizó en la caja a la que se suponía que estaban apuntando todos. Miré a Hermione, pensando... Era verdad que Snape me había salvado la vida en una ocasión, pero lo raro era que no había duda alguna de que me odiaba, me odiaba tal como había odiado a mi padre cuando estudiaban juntos. Le encantaba quitarle puntos a Gryffindor por mi causa, y nunca había dejado escapar la ocasión de castigarme, e incluso de sugerir que me expulsaran del colegio.
Tenía motivos para odiarlo también.
—Me da igual lo que diga Moody —siguió Hermione—. Dumbledore no es tonto. No se equivocó al confiar en Hagrid y en el profesor Lupin, aunque hay muchos que no les habrían dado trabajo; así que ¿por qué no va a tener razón también con Snape, aunque sea un poco...
—... diabólico? —se apresuró a decir Ron y asentí en acuerdo—. Vamos, Hermione, a ver, ¿por qué le registran el despacho todos esos buscadores de magos tenebrosos?
—¿Y por qué se hace el enfermo el señor Crouch? —preguntó a su vez Hermione—. Es un poco raro que no pueda venir al baile de Navidad pero que, cuando le apetece, se meta en el castillo en medio de la noche.
—Lo que pasa es que le tienes manía a Crouch por lo de esa elfina, Winky —dijo Ron lanzando un cojín contra la ventana.
—Y tú sólo quieres creer que Snape trama algo —contestó Hermione metiendo el suyo en la caja.
—Yo me conformaría con saber qué hizo Snape en su primera oportunidad, si es que va ya, por la segunda —murmuré en tono grave interrumpiéndolos a ambos. Agité mi varita, el cojín cruzó el aula sin desviarse y aterrizó de forma impecable sobre el de Hermione.
Will no se tomó muy bien enterarse que apenas había descifrado el enigma y casi le da un patatús cuando le conté mi excursión nocturna con Snape, Filch y Moody. Se volvió un poco frenético para poder ayudarme pero lo único que logró fue volverme más nerviosa de lo que estaba.
Para cumplir el encargo de Sirius de ser informado sobre cualquier cosa rara que ocurriera en Hogwarts, le envié aquella noche una lechuza parda con una carta en la que le explicaba todo lo referente a la incursión del señor Crouch en el despacho de Snape y la conversación entre éste y Moody. Luego dediqué toda la atención al problema más apremiante que tenía a la vista: cómo sobrevivir bajo el agua durante una hora el día 24 de febrero.
A Ron le parecía bien la idea de volver a utilizar el encantamiento convocador: le había hablado de las escafandras, y Ron no veía ningún inconveniente a la idea de que llamara una desde la ciudad muggle más próxima. Hermione le echó el plan por los suelos al señalarle que, en el improbable caso de que lograra desenvolverme con el en el plazo de una hora, me descalificarían con toda seguridad por quebrantar el Estatuto Internacional del Secreto de los Brujos: era demasiado pedir que ningún muggle viera la escafandra cruzando el aire en veloz vuelo hacia Hogwarts.
—Por supuesto, la solución ideal sería que te transformaras en un submarino o algo así —comentó ella—. ¡Si hubiéramos dado ya la transformación humana! Pero no creo que empecemos a verla hasta sexto, y si uno no sabe muy bien cómo es la cosa, el resultado puede ser un desastre...
—Sí, ya. No me hace mucha gracia andar por ahí con un periscopio que me salga de la cabeza—ironicé—A lo mejor, si atacara a alguien delante de Moody, él podría convertirme en uno...