Alyssa Potter y El Cáliz de Fuego

CAPITULO TREINTA Y DOS.

Sentí que los pies daban contra el suelo. Mi pierna herida flaqueó, y caí de bruces. Mi mano, por fin, soltó la Copa de los tres magos.  

—¿Dónde estamos? —pregunté.  

Cedric sacudió la cabeza. Se levantó, me ayudó a ponerme en pie, y los dos miramos en torno.  
Habíamos abandonado los terrenos de Hogwarts. Era evidente que habíamos viajado muchos kilómetros, porque ni siquiera se veían las montañas que rodeaban el castillo. Nos  hallábamos en el cementerio oscuro y descuidado de una pequeña iglesia, cuya silueta se podía ver tras un tejo grande que tenían a la derecha. A la izquierda se alzaba una colina. En la ladera de aquella colina se distinguía apenas la silueta de una casa antigua y magnífica. El lugar se me hacía extrañamente familiar, como si hubiera estado allí en un sueño… 

Cedric miró la Copa y luego a mi. 

—¿Te dijo alguien que la Copa fuera un traslador? —preguntó.  

—Nadie —respondí, mirando el cementerio. El silencio era total y algo inquietante—. ¿Será esto parte de la prueba?  

—Ni idea —dijo Cedric. Parecía nervioso—. ¿No deberíamos sacar la varita?  

—Sí —asentí, contenta de que Cedric se hubiera anticipado a sugerirlo.  

Las sacamos. Seguía observando a mi alrededor. Tenía otra vez la extraña sensación de que nos vigilaban.  

—Alguien viene —dije de pronto.  

Escudriñando en la oscuridad, vislumbramos una figura que se acercaba caminando derecho hacia nosotros por entre las tumbas. No podía distinguirle la cara; pero, por la forma en que andaba y la postura de los brazos, pensé que llevaba algo en ellos. Quienquiera que fuera, era de pequeña estatura, y llevaba sobre la cabeza una capa con capucha que le ocultaba el rostro. La distancia entre nosotros se acortaba a cada paso, permitiéndonos ver que lo que llevaba el encapuchado parecía un bebé... ¿o era simplemente una túnica arrebujada?  

Bajé un poco la varita y eché una ojeada a Cedric. Él me devolvió una mirada de desconcierto. Uno y otro volvimos a observar al que se acercaba, que al fin se detuvo junto a una enorme lápida vertical de mármol, a dos metros de nosotros. Durante un segundo, Cedric, el hombrecillo y yo no hicimos otra cosa que mirarnos.  
Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz empezó a dolerme. Fue un dolor más fuerte que ningún otro que hubiera sentido en toda mi vida. Grité, llevándome las manos a la cara y la varita se me resbaló de las manos. Se me doblaron las rodillas. Caí al suelo y me quedé sin poder ver nada, pensando que mi cabeza iba a estallar.  

Desde lo lejos, por encima de mi cabeza, oí una voz fría y aguda. 

—Mata al chico.  

Entonces escuché un silbido y una segunda voz, que gritó al aire de la noche estas palabras:  

—¡Avada Kedavra! 

A través de los párpados cerrados, percibí el destello de un rayo de luz verde, y oí que algo pesado caía al suelo, a mi lado. El dolor de la cicatriz alcanzó tal intensidad que sentí arcadas, y luego empecé a hiperventilar. Aterrorizada por lo que vería, abrí los ojos escocidos.  

Cedric yacía a mi lado, sobre la hierba, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba muerto.  

—Cedric…no, no puede ser… 

Durante un segundo que contuvo toda una eternidad, miré la cara de Cedric, sus ojos abiertos, inexpresivos como las ventanas de una casa abandonada, su boca medio abierta, que parecía expresar sorpresa. Y entonces, antes de que mi mente hubiera aceptado lo que veía, antes de que pudiera sentir otra cosa que aturdimiento e incredulidad, alguien me levantó.  

El hombrecillo de la capa había posado su lío de ropa y, con la varita encendida, me arrastraba hacia la lápida de mármol. A la luz de la varita, vi el nombre inscrito en la lápida antes de ser arrojada contra ella:   

TOM RIDDLE 

El hombre de la capa hizo aparecer por arte de magia unas cuerdas que me sujetaron firmemente, atándome a la lápida desde el cuello a los tobillos. Podía oír el sonido de una respiración rápida y superficial que provenía de dentro de la capucha. Forcejeé, y el hombre me abofeteó: me golpeó con una mano a la que le faltaba un dedo, y entonces comprendí quién se ocultaba bajo la capucha: Colagusano.  

—¡Tú! —exclamé jadeando.  

Pero Colagusano, que había terminado de sujetarme, no contestó: estaba demasiado ocupado comprobando la firmeza de las cuerdas, y sus dedos temblaban incontrolablemente hurgando en los nudos. Cuando estuvo seguro de que había quedado tan firmemente atada a la lápida que no podía moverme ni un centímetro, Colagusano sacó de la capa una tira larga de tela negra y me la metió en la boca. Luego, sin decir una palabra, me dio la espalda y se marchó a toda prisa. No podía decir nada, ni podía ver adónde había ido Colagusano. No podía volver la cabeza para mirar al otro lado de la lápida: sólo podía ver lo que había justo delante de mi.  

El cuerpo de Cedric yacía a unos seis metros de distancia. Un poco más allá, brillando a la luz de las estrellas, estaba la Copa de los tres magos. Mi varita se encontraba en el suelo, a mis pies. El lío de ropa que había pensado que sería un bebé se hallaba cerca de mi, junto a la sepultura. Se agitaba de manera inquietante. Lo miré, y la cicatriz me volvió a doler... y de pronto comprendí que no quería ver lo que había dentro de aquella ropa... no quería que el lío se abriera...  

Con la respiración agitada, oí un ruido a mis pies. Bajé la mirada, y vi una serpiente gigante que se deslizaba por la hierba, rodeando la lápida a la que estaba atada. Volví a oír, cada vez más fuerte, la respiración rápida y dificultosa de Colagusano, que sonaba como si estuviera acarreando algo pesado. Entonces entró en mi campo de visión, que lo vi empujando hasta la sepultura algo que parecía un caldero de piedra, aparentemente lleno de agua. Oí que salpicaba al suelo, y era más grande que ningún caldero que hubiera utilizado nunca: era una especie de pila de piedra capaz de contener a un hombre adulto sentado.  
La cosa que había dentro del lío de ropa, en el suelo, se agitaba con más persistencia, como si tratara de liberarse. En aquel momento, Colagusano hacía algo en el fondo del caldero con la varita. De repente brotaron bajo él unas llamas crepitantes. La serpiente se alejó reptando hasta adentrarse en la oscuridad.  
El líquido que contenía el caldero parecía calentarse muy rápidamente. La superficie comenzó no sólo a borbotear, sino que también lanzaba chispas abrasadoras, como si estuviera ardiendo. El vapor se espesaba emborronando la silueta de Colagusano, que atendía el fuego. El lío de ropa empezó a agitarse más fuerte, y volví a oírla voz fría y aguda:  



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En el texto hay: hogwarts, cáliz de fuego, potter

Editado: 15.04.2020

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