Incluso un mes después, al rememorar los días que siguieron, me daba cuenta de que me acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.
No me culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos me agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.
—Sufrió muy poco, entonces —musitó la señora Diggory, cuando le expliqué cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.
Al levantarse, ella me miró y me dijo:
—Ahora cuídate tú.
Cogí la bolsa de oro de la mesita.
—Tomen esto —le dije a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó él primero. Por favor...
Pero ella lo rechazó y me sonrió dulcemente.
—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.
Volví a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que me dijeron Will, Ron y Hermione, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que me dejaran tranquila, que nadie me hiciera preguntas ni me forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Noté que la mayor parte de mis compañeros se apartaban al cruzarse conmigo por los corredores, y que evitaban mi mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Me pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Rita Skeeter sobre lo trastornada y posiblemente peligrosa que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Cedric había muerto. Me di cuenta de que no me preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Will, Ron y Hermione, o cuando jugábamos al ajedrez en silencio. Sentía que habíamos alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los cuatro esperábamos alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron me habló del encuentro entre su madre y Dumbledore, antes de volver a su casa.
—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio.
—¿Por qué? —pregunté.
—Mamá ha dicho que Dumbledore tiene sus motivos —explicó Will, moviendo la cabeza—. Supongo que tenemos que confiar en él, ¿no?
La única persona aparte de Will, Ron y Hermione con la que me sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, teníamos aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovechamos para ir a visitarlo a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando nos acercamos, Fang salió de un salto por la puerta abierta, ladrando y meneando la cola sin parar.
—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Allie!
Salió a su encuentro a zancadas, me aprisionó con un solo brazo, me despeinó con la mano y dijo:
—Me alegro de verte, cariño. Me alegro de verte.
Al entrar en la cabaña, vimos delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.
—He estado tomando té con Olympe —explicó Hagrid—. Acaba de irse.
—¿Con quién? —preguntó Ron, intrigado.
—¡Con Madame Maxime, por supuesto! —contestó Hagrid.
—¿Han hecho las paces? —quiso saber Will.
—No entiendo de qué me hablas —contestó Hagrid sin darle importancia, yendo al aparador a buscar más tazas.
Después de preparar té y de ofrecernos un plato de pastas, volvió a sentarse en la silla y me examinó detenidamente con sus ojos de azabache.
—¿Estás bien? —preguntó bruscamente.
—Sí —respondí.
—No, no lo estás. Por supuesto que no lo estás. Pero lo estarás.
No repuse nada.
—Sabía que volvería —dijo Hagrid, y mis amigos y yo lo miramos, sorprendidos—. Lo sabía desde hacía años, Allie. Sabía que estaba por ahí, aguardando el momento propicio. Tenía que pasar. Bueno, ya ha ocurrido, y tendremos que afrontarlo. Lucharemos. Tal vez lo reduzcamos antes de que se haga demasiado fuerte. Eso es lo que Dumbledore pretende. Un gran hombre, Dumbledore. Mientras lo tengamos, no me preocuparé demasiado.
Hagrid alzó sus pobladas cejas ante nuestra expresión de incredulidad.
—No sirve de nada preocuparse —afirmó—. Lo que venga, vendrá, y le plantaremos cara. Dumbledore me contó lo que hiciste, Allie. —El pecho de Hagrid se infló al mirarme—. Fue lo que hubiera hecho tu padre, y no puedo dirigirte mayor elogio.
Le sonreí. Era la primera vez que sonreía desde hacía días.
—¿Qué fue lo que Dumbledore te pidió que hicieras, Hagrid? Mandó a la profesora McGonagall a pediros a ti y a Madame Maxime que fueran a verlo... aquella noche.
—Nos ha puesto deberes para el verano —explicó Hagrid—. Pero son secretos. No puedo hablar de ello, ni siquiera con ustedes. Olympe... Madame Maxime para ustedes... tal vez venga conmigo. Creo que sí. Creo que la he convencido.
—¿Tiene que ver con Voldemort?
Hagrid se estremeció al oír aquel nombre.
—Puede —contestó evasivamente—. Y ahora... ¿quién quiere venir conmigo a ver el último escreguto? ¡Era broma, era broma! —se apresuró a añadir, viendo la cara que poníamos.
La noche antes del retorno a Privet Drive, preparé mi baúl, llena de pesadumbre. Sentía terror ante el banquete de fin de curso, que era motivo de alegría otros años, cuando se aprovechaba para anunciar el ganador de la Copa de las Casas. Desde que había salido de la enfermería, había procurado no ir al Gran Comedor a las horas en que iba todo el mundo, y prefería comer cuando estaba casi vacío para evitar las miradas de mis compañeros.