Una de las cosas que me atormentaba cuando era pequeña, fue que no lograba ser una persona normal como todas las demás. En mis primeros años en el colegio no tuve amigos porque la mayoría pensaba que era un bicho raro. Mis tíos siempre esperaron que tuviera un comportamiento impecable y durante demasiado tiempo intente complacer a mi familia, aunque fuera en contra de la persona que realmente era. Sin embargo, a pesar de mis grandes esfuerzos, nunca llegué ser aquella chica que todos deseaban.
¿Qué importaba si mi familia no lograba aceptarme tal como era en realidad? Después de todo, ya estaba acostumbrada a su rechazo y a su desprecio. Ya me había resignado que eso era lo único que no iba a cambiar en mi vida.
Ya había crecido y descubrí que ser diferente a los demás no resultó del todo malo. Era en muchos sentidos, distinta a los Dursley y era muy notoria la diferencia entre ellos y yo. No exageraría al decir que somos de mundos extremadamente separados.
¿La razón?
Bueno, porque soy una bruja, y no era algo que les hiciera mucha gracia a mis tíos.
Las vacaciones de verano eran mi época menos favorita del año; no solo porque tenía que pasar encerrada en la casa de mi familia en Privet Drive, sino porque también tenía que hacer los deberes del colegio.
Era casi medianoche y estaba tumbada en la cama, boca abajo, tapada con las mantas hasta la cabeza, como en una tienda de campaña. En una mano tenía mi linterna y, abierto sobre la almohada, había un libro grande, encuadernado en piel (Historia de la Magia, de Adalbert Waffling). Recorrí la página con la punta de mi pluma de águila, con el entrecejo fruncido, buscando algo que me sirviera para mi redacción sobre «La inutilidad de la quema de brujas en el siglo XIV».
Detuve la pluma en la parte superior de un párrafo que podía serme útil. Subí mis gafas para lectura, acerqué la linterna al libro y leí:
En la Edad Media, los no magos (comúnmente denominados muggles) sentían hacia la magia un especial temor, pero no eran muy duchos en reconocerla. En las raras ocasiones en que capturaban a un auténtico brujo o bruja, la quema carecía en absoluto de efecto. La bruja o el brujo realizaban un sencillo encantamiento para enfriar las llamas y luego fingía que se retorcía de dolor mientras disfrutaba del suave cosquilleo. A Wendelin la Hechicera le gustaba tanto ser quemada que se dejó capturar no menos de cuarenta y siete veces con distintos aspectos.
Me puse la pluma entre los dientes y busqué bajo la almohada el tintero y un rollo de pergamino. Lentamente y con mucho cuidado, destapé el tintero, mojé la pluma y comencé a escribir, deteniéndome a escuchar de vez en cuando, porque si alguno de los Dursley, al pasar hacia el baño, oía el rasgar de la pluma, lo más probable era que me encerraran bajo llave hasta el final del verano en el armario que había debajo de las escaleras.
Los Dursley era el motivo de que no pudiera tener nunca vacaciones de verano. Tío Vernon, tía Petunia y mi primo Dudley eran los únicos parientes vivos que tenía. Eran muggles, y su actitud hacia la magia era muy medieval. En casa de los Dursley nunca se mencionaba a mis difuntos padres; que habían sido brujos. Durante años, tía Petunia y tío Vernon habían albergado la esperanza de extirpar lo que tenía de bruja, teniéndome bien sujeta. Les irritaba no haberlo logrado y vivían con el temor de que alguien pudiera descubrir que yo había pasado la mayor parte de los últimos dos años en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Lo único que podían hacer los Dursley aquellos días era guardar bajo llave los libros de hechizos, la varita mágica, el caldero y la escoba al inicio de las vacaciones de verano, y prohibirme que hablara con los vecinos.
Para mi había representado un grave problema que me quitaran los libros, porque los profesores de Hogwarts me habían puesto muchos deberes para el verano. Uno de los trabajos menos agradables, sobre pociones para encoger; era para el profesor que más odiaba, Snape, que estaría encantado de tener una excusa para castigarme durante un mes. Así que, durante la primera semana de vacaciones, aproveché la oportunidad: mientras tío Vernon, tía Petunia y Dudley estaban en el jardín admirando el nuevo coche de la empresa de tío Vernon (en voz muy alta, para que el vecindario se enterara), fui a la planta baja, forcé la cerradura del armario de debajo de las escaleras con una horquilla (Un truco que me enseñaron los Weasley), tomé algunos libros y los escondí en mi habitación. Mientras no dejara manchas de tinta en las sábanas, los Dursley no tendrían por qué enterarse de que aprovechaba las noches para estudiar magia.
No quería problemas con mis tíos y menos en aquellos momentos, porque estaban enfadados conmigo, y todo porque cuando llevaba una semana de vacaciones había recibido una llamada telefónica de mi mejor amigo.
Ronald Weasley procedía de una familia de magos. Esto significaba que sabía muchas cosas que ignoraba, pero nunca habían utilizado el teléfono.
Pero por desgracia, fue tío Vernon quien respondió:
—¿Diga?
En ese momento estaba en la habitación y me quedé de piedra al oír que era Ron quien respondía.
—¿HOLA? ¿HOLA? ¿ME OYE? ¡QUISIERA HABLAR CON ALYSSA POTTER!
Ron daba tales gritos que tío Vernon dio un salto y alejó el teléfono de su oído por lo menos medio metro, mirándolo con furia y sorpresa.
—¿QUIÉN ES? —voceó en dirección al auricular—. ¿QUIÉN ES?
—¡RON WEASLEY! —gritó a su vez, como si el tío Vernon y él estuvieran comunicándose desde los extremos de un campo de fútbol, me llevé una mano hacia la cabeza—. SOY AMIGO DE ALLIE, DEL COLEGIO.
Los minúsculos ojos de tío Vernon se volvieron hacia mi y deseé hacerme chiquita.
—¡AQUÍ NO VIVE NINGUNA ALYSSA POTTER! —gritó tío Vernon, manteniendo el brazo estirado, como si temiera que el teléfono pudiera estallar—. ¡NO SÉ DE QUÉ COLEGIO ME HABLA! ¡NO VUELVA A LLAMAR AQUÍ! ¡NO SE ACERQUE A MI FAMILIA!