Alyssa Potter y El Prisionero de Azkaban

CAPITULO DOS

Cuando bajé a desayunar a la mañana siguiente, me encontré con mi familia ya sentados en la mesa de la cocina. Veían la televisión en un aparato nuevo, un regalo que le habían hecho a Dudley al volver a casa después de terminar el curso, porque se había quejado a gritos del largo camino que tenía que recorrer desde el frigorífico a la tele de la salita. Dudley se había pasado la mayor parte del verano en la cocina, con los ojos de cerdito fijos en la pantalla y sus cinco papadas temblando mientras engullían sin parar.

Me senté entre Dudley y tío Vernon. Lejos de desearme un feliz cumpleaños, ninguno de los Dursley dio muestra alguna de haberse percatado de que acababa de entrar en la cocina. ¿Para qué molestarme en ofenderme? Solo me enfermaría del coraje.

Si de todos modos ya estaba acostumbrada a sus malos tratos. Me serví una tostada, tomé un poco de jugo y miré al presentador de televisión, que informaba sobre un recluso fugado.

«Tenemos que advertir a los telespectadores de que Black va armado y es muy peligroso. Se ha puesto a disposición del público un teléfono con línea directa para que cualquiera que lo vea pueda denunciarlo.»

—No hace falta que nos digan que no es un buen tipo —resopló tío Vernon echando un vistazo al fugitivo por encima del periódico—. ¡Fíjense qué pinta, vago asqueroso! ¡Fíjense qué pelo!

Lanzó una mirada de asco hacia donde estaba, porque siempre ha pensado que soy un desastre respecto a mi apariencia (lo cual estoy en total desacuerdo). Sin embargo, comparado con el hombre de la televisión, cuya cara demacrada aparecía circundada por una revuelta cabellera que le llegaba hasta los codos, yo parecía muy bien arreglada.

Volvió a aparecer el presentador.

«El ministro de Agricultura y Pesca anunciará hoy 

—¡Un momento! —ladró tío Vernon, mirando furioso a] presentador—. ¡No nos has dicho de dónde se ha escapado ese enfermo! ¿Qué podemos hacer? ¡Ese lunático podría estar acercándose ahora mismo por la calle!

Tía Petunia, que era huesuda y tenía cara de caballo, se dio la vuelta y escudriñó atentamente por la ventana de la cocina. Sabía que a tía Petunia le habría encantado llamar a aquel teléfono directo. Era la mujer más entrometida del mundo, y pasaba la mayor parte del tiempo espiando a nuestros vecinos, que eran aburridísimos y muy respetuosos con las normas.

—¡Cuándo aprenderán —gruñó tío Vernon, golpeando la mesa con su puño grande y amoratado— que la horca es la única manera de tratar a esa gente!

—Muy cierto querido—asintió tía Petunia, que seguía espiando las judías verdes del vecino.

Mordí una manzana con gesto frustrado. Si tan solo pudiera escapar de aquí para probar ese equipo genial con mi Nimbus…

—Si pudiéramos deshacernos de todas esas escorias que repudian nuestra sociedad—comentó mi tío con enojo—Tal vez seríamos una mejor nación.

Resoplé con disgusto, a veces tío Vernon solía ser demasiado quisquilloso. Apuró la taza de té, miró el reloj y añadió:

—Tengo que marcharme. El tren de Marge llega a las diez.

Casi me atraganté con mi jugo.

—¿T-tía Marge? —balbuceé horrorizada—. No... no vendrá aquí, ¿verdad?

Tía Marge era la hermana de tío Vernon. Aunque no era  mi pariente consanguíneo, desde siempre me habían obligado a llamarla «tía». Gracias a Dios, tía Marge vivía en el campo, en una casa con un gran jardín donde criaba bulldogs. No iba con frecuencia a Privet Drive porque no soportaba estar lejos de sus queridos perros, pero sus visitas habían quedado vívidamente grabadas en mi mente.

En la fiesta que celebró Dudley al cumplir cinco años, tía Marge me golpeó en las espinillas con el bastón para impedir que ganara a Dudley en el juego de las estatuas musicales. Unos años después, por Navidad, apareció con un robot automático para Dudley y una caja de galletas de perro para mi. En su última visita, el año anterior a mi ingreso en Hogwarts, le había pisado una pata sin querer a su perro favorito. Ripper me persiguió, obligándome a salir al jardín y a subirse a un árbol, y tía Marge no había querido llamar al perro hasta pasada la medianoche. El recuerdo de aquel incidente todavía hacía llorar a Dudley de la risa.

Me estremecí solo por recordar unos pocos momentos desagradables con aquella mujer que era el mismo diablo.

—Marge pasará aquí una semana —gruñó tío Vernon—. Y ya que hablamos de esto —y me señaló con un dedo amenazador—, quiero dejar claras algunas cosas antes de ir a recogerla.

Dudley sonrió y apartó la vista de la tele. Su entretenimiento favorito era contemplar cuando tío Vernon me reprendía.

—Primero —aclaró tío Vernon—, usarás un lenguaje educado cuando te dirijas a tía Marge.

—De acuerdo —contesté con resentimiento—, si ella lo usa también conmigo.

—Segundo —prosiguió el tío Vernon, como si no hubiera oído mi puntualización—: como Marge no sabe nada de tu anormalidad, no quiero ninguna exhibición extraña mientras esté aquí. Compórtate, ¿entendido?

—Me comportaré si ella se comporta —respondí apretando los dientes.

—Y tercero —siguió tío Vernon, casi cerrando los ojos pequeños y mezquinos, en medio de su rostro colorado—: le hemos dicho a Marge que acudes al Centro de Seguridad San Bruto para Delincuentes Juveniles Incurables.

—¿Qué? —grité.

¿Acaso estaba loco?

—Y eso es lo que dirás tú también, si no quieres tener problemas —soltó tío Vernon.

Al parecer si.

Permanecí sentada en mi sitio, con la cara ardiendo de ira, mirando a tío Vernon, casi incapaz de creer lo que oía. Que tía Marge se presentase para pasar toda una semana era el peor regalo de cumpleaños que los Dursley me habían hecho nunca, incluido el par de calcetines viejos de tío Vernon.

—Bueno, Petunia —dijo tío Vernon, levantándose con dificultad—, me marcho a la estación. ¿Quieres venir; Dudders?

—No —respondió Dudley, que había vuelto a fijarse en la tele en cuanto tío Vernon acabó de reprenderme.




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