Ella se lo merecía, se lo advertí. Se metió con mis padres, no hice nada malo. Solo la inflé.
Limpié con furia las lágrimas que se me habían escapado. Era una estúpida por dejar que la ira me controlara, a pesar de que me seguía repitiendo que no había sido tan grave. Lo arruiné todo.
Después de alejarme varias calles, me dejé caer sobre un muro bajo de la calle Magnolia, jadeando a causa del esfuerzo. Me quedé sentada, inmóvil, todavía furiosa, escuchando los latidos acelerados del corazón. Pero después de estar diez minutos sola en la oscura calle, me sobrecogió una emoción diferente a la furia.
El pánico.
De cualquier manera que lo mirara, nunca me había encontrado en peor apuro. Estaba abandonada a mi suerte y totalmente sola en el sombrío mundo muggle, sin ningún lugar al que ir. Y lo peor de todo era que acababa de utilizar la magia de forma seria, lo que implicaba, con toda seguridad, que sería expulsada de Hogwarts. Había infringido tan gravemente el Decreto para la moderada limitación de la brujería en menores de edad que estaba sorprendida de que los representantes del Ministerio de Magia no se hubieran presentado ya para llevarme.
Me dio un escalofrío. Miré a ambos lados de la calle Magnolia. ¿Qué me sucedería? ¿Me detendrían o me expulsarían del mundo mágico? Pensé en Will, Ron y Hermione, y aún me entristecí más. Estaba segura de que, delincuente o no, Ron, Will y Hermione querrían ayudarme, pero los tres estaban en el extranjero, y como Hedwig se había ido, no tenía forma de comunicarme con ellos.
Tampoco tenía dinero muggle, me quedaba algo de oro mágico en el monedero, en el fondo del baúl, pero el resto de la fortuna que me habían dejado mis padres estaba en una cámara acorazada del banco mágico Gringotts, en Londres. Nunca podría llevar el baúl a rastras hasta Londres. A menos que...
Miré la varita mágica, que todavía tenía en la mano. Si ya me habían expulsado (el corazón me latía con dolorosa rapidez), un poco más de magia no empeoraría las cosas. Tenía la capa invisible que había heredado de mi padre. ¿Qué pasaría si hechizaba el baúl para hacerlo ligero como una pluma, lo ataba a la escoba, me cubría con la capa y me iba a Londres volando? Podría sacar el resto del dinero de la cámara y...comenzar mi vida de marginada. Era un horrible panorama, pero no podía quedarme allí sentada o tendría que explicarle a la policía muggle por qué me hallaba allí a las tantas de la noche con una escoba y un baúl lleno de libros de encantamientos.
Tenía que actuar rápido.
Volví a abrir el baúl y lo fui vaciando en busca de la capa para hacerme invisible. Mientras revolvía mis cosas, algo me hizo detenerme.
Un extraño cosquilleo en la nuca me provocaba la sensación de que me estaban vigilando. Observé mi alrededor pero la calle parecía desierta y no brillaba luz en ninguna casa.
Estaba asustada y eso provocaba que me imaginara un montón de cosas absurdas. Volví a inclinarme sobre el baúl y casi inmediatamente me incorporé de nuevo, todavía con la varita en la mano. Más que oírlo, lo intuí: había alguien detrás de mi, en el estrecho hueco que se abría entre el garaje y la valla. Entorné los ojos mientras miraba el oscuro callejón. Si se moviera, sabría si se trataba de un simple gato callejero o de otra cosa.
—¡Lumos! —susurré. Una luz apareció en el extremo de la varita, casi deslumbrándome. La mantuve en alto, por encima de la cabeza, y las paredes del nº 2, recubiertas de guijarros, brillaron de repente. La puerta del garaje se iluminó y vi allí, nítidamente, la silueta descomunal de algo que tenía ojos grandes y brillantes.
Solté un grito, retrocediendo. Tropecé con el baúl. Alargué el brazo para impedir la caída, la varita salió despedida de mi mano y aterricé junto al bordillo de la acera.
Sonó un estruendo y me tapé los ojos con las manos, para protegerlos de una repentina luz cegadora que se acercaba directamente a mi...
Dando un grito, me aparté rodando de la calzada justo a tiempo. Un segundo más tarde, un vehículo de ruedas enormes y grandes faros delanteros frenó con un chirrido exactamente en el lugar en que me había caído. Era un autobús de dos plantas, pintado de rojo vivo, que había salido de la nada. En el parabrisas llevaba la siguiente inscripción con letras doradas:
AUTOBÚS NOCTÁMBULO.
Durante una fracción de segundo, pensé si no me habría aturdido la caída. El cobrador, de uniforme rojo salto del autobús y dijo en voz alta sin mirar a nadie:
—Bienvenida al autobús noctámbulo, transporte de emergencia para el brujo abandonado a su suerte. Alargue la varita, suba a bordo y la llevaremos a donde quiera. Me llamo Stan Shunpike. Estaré a su disposición esta no...
El cobrador se interrumpió. Acababa de verme que seguía sentada en el suelo. Tomé de nuevo la varita y me levanté de un brinco. Al verlo de cerca, me di cuenta de que Stan Shunpike era tan sólo unos años mayor que yo: no tendría más de dieciocho o diecinueve. Tenía las orejas grandes y salidas, y un montón de granos.
—¿Qué hacías ahí? —dijo Stan, abandonando los buenos modales.
—Me caí.
—¿Para qué? —preguntó Stan con risa burlona.
—No lo sé, ¿para admirar el asfalto?—contesté irónicamente—¿Tu qué crees?
Me había hecho un agujero en la rodillera de los vaqueros y me sangraba la mano con que había amortiguado la caída. De pronto recordé por qué me había caído y me volví para mirar en el callejón, entre el garaje y la valla. Los faros delanteros del autobús noctámbulo lo iluminaban y era evidente que estaba vacío.
—¿Qué miras? —preguntó Stan.
—Había algo grande y negro —expliqué, señalando dubitativa—. Como un perro enorme...
Se volvió hacia Stan, que tenía la boca ligeramente abierta. No me hizo gracia que se fijara en la cicatriz de mi frente.
—¿Qué es lo que tienes en la frente? —preguntó Stan.
—Nada que te interese—contesté, tapándome la cicatriz con el pelo. Si el Ministerio de Magia me buscaba, no quería ponerles las cosas demasiado fáciles.