La señora Pomfrey insistió en que me quedara en la enfermería el fin de semana. No me quejé, pero no le permití que tirara los restos de la Nimbus 2.000. Sabía que era una tontería y que la Nimbus no podía repararse, pero no podía evitarlo. Era como perder a uno de mis mejores amigos.
Me visitó gente sin parar; todos con la intención de infundirme ánimos. Hagrid me envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y el pequeño Gideon, sonrojado, apareció con una tarjeta de saludo que él mismo había hecho y que cantaba con voz estridente salvo cuando se cerraba y se metía debajo del frutero.
Mi equipo volvió a visitarme el domingo por la mañana, esta vez con Wood, que me aseguró con voz de ultratumba que no me culpaba en absoluto. Ron, Will y Hermione no se iban hasta que llegaba la noche. Pero nada de cuanto dijera o hiciese nadie podía aliviarme, porque los demás sólo conocían la mitad de lo que me preocupaba.
No había dicho nada a nadie acerca del Grim, ni siquiera a mis amigos, porque sabía que Ron se preocuparía y Hermione y Will se burlarían. El hecho era, sin embargo, que el Grim se me había aparecido dos veces y en las dos ocasiones había habido accidentes casi fatales. La primera casi me había atropellado el autobús noctámbulo. La segunda había caído de veinte metros de altura. ¿Iba a acosarme el Grim hasta la muerte? ¿Iba a pasar el resto de mi vida esperando las apariciones del animal?
Y luego estaban los dementores. Me sentía muy humillada cada vez que pensaba en ellos. Todo el mundo decía que los dementores eran espantosos, pero nadie se desmayaba al verlos... Nadie más oía en su cabeza el eco de los gritos de mis padres antes de morir.
Porque sabía ya de quién era aquella voz que gritaba. En la enfermería, desvelada durante la noche, contemplando las rayas que la luz de la luna dibujaba en el techo, oía sus palabras una y otra vez. Cuando se me acercaban los dementores, oía los últimos gritos de mi madre, su afán por protegerme de lord Voldemort, y las carcajadas del hombre que más odiaba antes de matarla... Dormía irregularmente, sumergiéndome en sueños plagados de manos corruptas y viscosas y de gritos de terror, y me despertaba sobresaltada para volver a oír los gritos de mi madre.
Fue un alivio regresar el lunes al bullicio del colegio, donde estaba obligada a pensar en otras cosas, aunque tuviera que soportar las burlas de Draco Malfoy. Malfoy no cabía en sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había celebrado parodiando mi caída. La mayor parte de la siguiente clase de Pociones la pasó Malfoy imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un momento en que Ron no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a Gryffindor.
—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré enfermo —explicó Ron, mientras nos dirigíamos al aula de Lupin, tras el almuerzo—. Mira a ver quién está, Hermione.
Hermione se asomó al aula.
—¡Estupendo!
El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente. Las togas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, nos sonrió a todos los alumnos mientras nos sentábamos, y todos prorrumpimos inmediatamente en quejas sobre el comportamiento de Snape durante la enfermedad de Lupin.
—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución ¿Por qué tenía que mandarles trabajo?
—No sabemos nada sobre los hombres lobo...
—¡... dos pergaminos!
—¿Le dijeron al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? — preguntó el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.
Volvió a producirse un barullo.
—Si, pero dijo que íbamos muy atrasados...
—... no nos escuchó...
—¡... dos pergaminos!
El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en nuestras las caras.
—No se preocupen. Hablaré con el profesor Snape. No tendrán que hacer el trabajo.
—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!
Tuvimos una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una caja de cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.
—Atrae a los viajeros a las ciénagas —dijo el profesor Lupin mientras los alumnos tomaban apuntes—. ¿Ven el farol que le cuelga de la mano? Le sale al paso, el viajero sigue la luz y entonces...
El hinkypunk produjo un chirrido horrible contra el cristal.
Al sonar el timbre, todos, recogimos nuestras cosas y nos dirigimos a la puerta.
—Espera un momento, Allie —me pidió Lupin antes de que desapareciera por la puerta—, me gustaría hablar un momento contigo.
Mis amigos me lanzaron una mirada antes de irse con los demás. Ya imaginaba de lo que podría tratar, volví sobre mis pasos con pesadumbre y vi al profesor cubrir la caja del hinkypunk.
—Me han contado lo del partido —comentó Lupin, volviendo a su mesa y metiendo los libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de tu escoba. ¿Será posible arreglarla?
—No —contesté sin ánimo—, el sauce la hizo trizas.
Lupin suspiró.
—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa.
—¿Ha oído también lo de los dementores? —pregunté, haciendo un esfuerzo por contenerme.
Lupin me dirigió una mirada rápida.
—Sí, lo oí. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los terrenos del colegio... Fue la razón por la que te caíste, ¿no?
Miré a Lupin sintiéndome peor que nunca y contuve las ganas de llorar, lo cual era lo más estúpido.