Tío Vernon no paraba de mírame con odio y su poblado bigote se agitaba peligrosamente. No era la primera vez que estallaba una discusión en la casa de mis tíos durante el desayuno. Algo totalmente absurdo, si pedían mi opinión. Ni siquiera podía disfrutar un momento de paz. Estaban exagerando y la verdad, ellos tenían la culpa. A primera hora de la mañana, tío Vernon se había despertado por sonoro ulular de Hedwig, mi hermosa lechuza blanca.
— ¡Es la tercera vez esta semana! —Se quejó, sentado a la mesa—. ¡Si no puedes dominar a esa maldita lechuza, tendrá que irse a otra parte!
Respiré profundamente, intentando no perder la paciencia.
—Es que se aburre—expliqué de nuevo— Está acostumbrada a dar una vuelta por ahí. Si pudiera dejarla salir aunque sólo fuera de noche...
— ¿Acaso tengo cara de idiota? —Gruñó tío Vernon, con restos de huevo frito en el poblado bigote. Me obligué a no contestar con sinceridad o si no, estaría en un problema mayor—. Ya sé lo que ocurriría si saliera esa estúpida ave.
—No es estúpida—repliqué con un gruñido. Hedwig era la mejor lechuza que podía tener.
Mi tío cambió una mirada sombría con mi tía Petunia.
Quería seguir protestando, pero un eructo estruendoso y prolongado de Dudley, mi primo, ahogó completamente mis palabras. Hice una mueca de asco.
— ¡Quiero más beicon!
—Queda más en la sartén, ricura —contestó tía Petunia, volviendo los ojos a su robusto hijo—. Tenemos que alimentarte bien mientras podamos... No me gusta la pinta que tiene la comida del colegio.
Mordí mi labio para no reírme. Como si eso fuera posible…
—No digas tonterías, Petunia, yo nunca pasé hambre en Smelting —dijo con énfasis tío Vernon—. Dudley come lo suficiente, ¿verdad que sí, hijo?
Dudley, que estaba tan gordo que el trasero le colgaba por los lados de la silla, hizo una mueca y se volvió hacia mí.
—Pásame la sartén.
—Se te han olvidado las palabras mágicas —repuse con amargura.
Me di cuenta muy tarde de mi error. El efecto que esta simple frase produjo en mi familia fue increíble: Dudley ahogó un grito y se cayó de la silla con un batacazo que sacudió la cocina entera; mi tía profirió un débil alarido y se tapó la boca con las manos, y tío Vernon se puso de pie de un salto, con las venas de las sienes palpitándole.
— ¡Me refería a «por favor»! —aclaré inmediatamente—. No me refería a...
— ¿QUÉ TE HE DICHO —bramó mi tío, rociando saliva por toda la mesa— ACERCA DE PRONUNCIAR LA PALABRA CON «M» EN ESTA CASA?
—Pero yo...
— ¡CÓMO TE ATREVES A ASUSTAR A DUDLEY! —dijo furioso tío Vernon, golpeando la mesa con el puño.
—Yo sólo...
— ¡TE LO ADVERTÍ! ¡BAJO ESTE TECHO NO TOLERARÉ NINGUNA MENCIÓN A TU ANORMALIDAD!
Miré el rostro encarnado de mi tío y la cara pálida de mi tía, que trataba de levantar a Dudley del suelo.
Pero qué exagerados.
—De acuerdo —musité resignada—, lo lamento...
Tío Vernon volvió a sentarse, resoplando como un rinoceronte al que le faltara el aire y vigilándome estrechamente por el rabillo de sus ojos pequeños y penetrantes.
Desde que había vuelto a casa para pasar las vacaciones de verano, tío Vernon me había tratado como si fuera una bomba que pudiera estallar en cualquier momento; porque no era una niña normal. De hecho, no podía ser menos normal de lo que era.
Durante años había intentado ser como las demás niñas para que mi familia lograra aceptarme pero descubrí que la normalidad podía ser un poco complicada. Mis tíos siempre me culpaban cada vez que sucedían cosas extrañas, en su tiempo no lo entendía y creí que solo era una casualidad pero siempre pasaban cuando estaba cerca.
Mi “anormalidad”, como decía tío Vernon, resultó tener una verdadera explicación.
Era una bruja…, una bruja que acababa de terminar el primer curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería. Y si a los Dursley no les gustaba que pasara con ellos las vacaciones, se desagrado no era nada comparado con el mío.
Eran mi familia. La única que tenía pero aun así, no pertenecía allí.
Añoraba tanto Hogwarts que estar lejos de allí era como tener un dolor de estómago permanente. Añoraba el castillo, con sus pasadizos secretos y sus fantasmas; las clases (aunque quizá no a Snape, mi profesor de Pociones); las lechuzas que llevaban el correo; los banquetes en el Gran Comedor; dormir en mi cama con dosel en el dormitorio de la torre; visitar a mi amigo Hagrid, el guardabosques, que vivía en una cabaña en las inmediaciones del bosque prohibido; y, sobre todo, añoraba el quidditch, el deporte más popular en el mundo mágico, que se jugaba con seis altos postes que hacían de porterías, cuatro balones voladores y catorce jugadores montados en escobas.
Como supuse, mi familia no me recibió con los brazos abiertos cuando terminó mi curso. En cuanto llegué a la casa, tío Vernon guardó mi baúl bajo llave, en la alacena que había bajo la escalera, todos mis libros de hechizos, la varita mágica, las túnicas, el caldero y la escoba de primerísima calidad, la Nimbus 2.000. ¿Qué les importaba a los Dursley si perdía mi puesto en el equipo de quidditch de Gryffindor por no haber practicado en todo el verano? ¿Qué más les daba a los Dursley si volvía al colegio sin haber hecho los deberes? Los Dursley eran lo que nosotros los magos llamábamos muggles, es decir, que no tenían ni una gota de sangre mágica en las venas, y para ellos tener una bruja en la familia era algo completamente vergonzoso. Tío Vernon había incluso cerrado con candado la jaula de Hedwig, para que no pudiera llevar mensajes a nadie del mundo mágico.
No me parecía en nada al resto de mi familia. La diferencia era muy notoria, incluso para un ciego. Tío Vernon era corpulento, carecía de cuello y llevaba un gran bigote negro; tía Petunia tenía cara de caballo y era huesuda; Dudley era rubio, sonrosado y gordo. Yo, en cambio, era pequeña y delgada, pelirroja y tan paliducha como un fantasma. Cuando las personas me veían, la primera impresión que se llevaban era que parecía muy vulnerable y que con cualquier rasguño me desmoronaría. Pero el rasgo más distintivo era una delgada cicatriz en forma de rayo en la frente.
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Editado: 28.10.2019