Alyssa Potter y La Cámara Secreta

CAPITULO DOCE

Dejamos la escalera de piedra y la profesora McGonagall llamó a la puerta. Ésta se abrió silenciosamente y entramos.

—Espera aquí Potter—me pidió con seriedad—Enseguida vendrá el director.

Y me dejó sola.

Con nerviosismo miré a mi alrededor. Una cosa era segura: de todos los despachos de profesores que había visitado aquel año, el de Dumbledore era, con mucho, el más interesante. Si no hubiera tenido tanto miedo a ser expulsada del colegio, habría disfrutado observando todo aquello.

Era una sala circular, grande y hermosa, en la que se oía multitud de leves y curiosos sonidos. Sobre las mesas de patas largas y finísimas había aparatos muy extraños que hacían ruiditos y echaban pequeñas bocanadas de humo. Las paredes aparecían cubiertas de retratos de antiguos directores, hombres y mujeres, que dormitaban encerrados en los marcos. Había también un gran escritorio con pies en forma de zarpas, y detrás de él, en un estante, un sombrero de mago ajado y roto: era el Sombrero Seleccionador.

Dudé por un segundo. Eché un cauteloso vistazo a los magos y brujas que había en las paredes. Me retorcí las manos. Seguramente no haría ningún mal poniéndomelo de nuevo. Sólo para ver si..., sólo para asegurarme de que me había colocado en la casa correcta.

Me acerqué sigilosamente al escritorio, cogí el sombrero del estante y me lo puse despacio en la cabeza. Era demasiado grande y se le caía sobre los ojos, igual que en la anterior ocasión en que me lo había puesto. Esperé pero no pasó nada. Luego, una sutil voz me dijo al oído:

— ¿No te lo puedes quitar de la cabeza, eh, Alyssa Potter?

—Mmm, no —respondí insegura—. Esto..., lamento molestarte, pero quería preguntarte...

—Te has estado preguntando si yo te había mandado a la casa acertada —respondió acertadamente el sombrero—. Sí..., tú fuiste bastante difícil de colocar. Eres inusualmente...extraña. Pero mantengo lo que dije... aunque —contuve la respiración— podrías haber ido a Slytherin.

El corazón me dio un vuelco. Cogí el sombrero por la punta y me lo quité. Quedó colgando de mi mano, mugriento y ajado. Algo mareada, lo dejé de nuevo en el estante.

—Escucha, no te ofendas pero aunque seas un sombrero mágico puedes equivocarte—dije en voz alta al inmóvil y silencioso sombrero—Yo soy de Gryffindor, ¡pertenezco a la casa de los valientes!— Éste no se movió.

Me separé un poco, sin dejar de mirarlo. Entonces, un ruido como de arcadas me hizo volverme completamente.

No estaba sola. Sobre una percha dorada detrás de la puerta, había un pájaro de aspecto decrépito que parecía un pavo medio desplumado. Lo miré, y el pájaro me devolvió una mirada torva, emitiendo de nuevo su particular ruido. Parecía muy enfermo. Tenía los ojos apagados y, mientras lo miraba, se le cayeron otras dos plumas de la cola.

Solté una amarga risita cuando el repentino pensamiento de que lo único que me faltaba era que el  pájaro de Dumbledore se muriera mientras estaba conmigo a solas en el despacho.

Hubo un destello y una explosión.

Proferí un grito de horror cuando el pájaro comenzó a arder y retrocedí hasta el escritorio. Busqué por si hubiera cerca un vaso con agua, pero no vi ninguno. El pájaro, mientras tanto, se había convertido en una bola de fuego; emitió un fuerte chillido, y un instante después no quedaba de él más que un montoncito humeante de cenizas en el suelo.

La puerta del despacho se abrió. Entró Dumbledore, con aspecto sombrío.

—Profesor —jadeé nerviosa—, su ave..., no pude hacer nada..., acaba de arder...

Para mi sorpresa, Dumbledore sonrió.

—Ya era hora —dijo—. Hace días que tenía un aspecto horroroso. Yo le decía que se diera prisa.

Se rio de mi cara atónita que ponía.

Fawkes se prende fuego cuando le llega el momento de morir, y luego renace de sus cenizas.

—Es un Fénix—susurré sorprendida y a la vez aliviada.

—Así es. Mira...

Dirigí la vista hacia la percha a tiempo de ver un pollito diminuto y arrugado que asomaba la cabeza por entre las cenizas. Era igual de feo que el antiguo.

—Es una pena que lo hayas tenido que ver el día en que ha ardido —dijo Dumbledore, sentándose detrás del escritorio—. La mayor parte del tiempo es realmente precioso, con sus plumas rojas y doradas. Fascinantes criaturas, los fénix. Pueden transportar cargas muy pesadas, sus lágrimas tienen poderes curativos y son mascotas muy fieles.

Con el susto del incendio de Fawkes, me había olvidado del motivo por el que me encontraba allí, pero lo recordé en cuanto Dumbledore se sentó en su silla de respaldo alto, detrás del escritorio, y fijó en mi sus ojos penetrantes, de color azul claro.

Sin embargo, antes de que el director pudiera decir otra palabra, la puerta se abrió de improviso e irrumpió Hagrid en el despacho con expresión desesperada, el pasamontañas mal colocado sobre su pelo negro, y el gallo muerto sujeto aún en una mano.

— ¡No fue Allie, profesor Dumbledore! —dijo Hagrid deprisa—. Yo hablaba con ella segundos antes de que hallaran al muchacho, señor, ella no tuvo tiempo...

Dumbledore trató de decir algo, pero Hagrid seguía hablando, agitando el gallo en su desesperación y esparciendo las plumas por todas partes.

—... No puede haber sido ella, lo juraré ante el ministro de Magia si es necesario...

—Hagrid, yo...

—Usted se confunde de chica, yo sé que Allie nunca...

— ¡Hagrid! —Dijo Dumbledore con voz potente—, yo no creo que Allie atacara a esas personas.

— ¿Ah, no? —preguntamos Hagrid y yo al mismo tiempo, y el gallo dejó de balancearse a su lado—. Bueno, en ese caso, esperaré fuera, señor director.

Y, con cierto embarazo, salió del despacho.

— ¿Usted no cree que fui yo, profesor? —repetí esperanzada, mientras Dumbledore limpiaba la mesa de plumas.

—No, Allie —dijo Dumbledore, aunque su rostro volvía a ensombrecerse—. Pero aun así quiero hablar contigo.




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