Alyssa Potter y La Cámara Secreta

CAPITULO TRECE

Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de que la vieran con la cara peluda.

Los chicos y yo íbamos a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo trimestre, le llevábamos cada día los deberes.

—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía Hermione junto a la cama.

—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tienen alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla.

—Nada —bufó Will con pesimismo.

—Estaba tan convencido de que era Malfoy... —murmuré por centésima vez.

—No sirvió de nada nuestra pequeña aventura con la poción multijugos—dijo Hermione con malhumor.

Iba a contestar pero algo llamó mi atención.

— ¿Qué es eso? —pregunté, señalando algo dorado que sobresalía debajo de la almohada de Hermione.

—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien —dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta: 

A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja». 

Ron miró a Hermione con disgusto.

— ¿Duermes con esto debajo de la almohada?

Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con la medicina de la noche.

—Terminó la hora de visitas.

—Te mantendremos al tanto—le prometí—Descansa.

—Hasta mañana—dijo ella con la cara roja.

— ¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —gruñó Ron al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de Gryffindor. Snape nos había mandado tantos deberes, que me parecía que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior.

—Es Filch —susurré, y subimos deprisa las escaleras y nos detuvimos a escuchar donde no podía vernos.

—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Will, alarmado.

Nos quedamos inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que parecía completamente histérico.

—... aún más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore.

Sus pasos se fueron distanciando, y oímos un portazo a lo lejos.

Asomamos la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo su habitual puesto de vigía; nos encontrábamos de nuevo en el punto en que habían atacado a la Señora Norris. Buscamos lo que había motivado los gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podíamos oír los gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos.

— ¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.

—Vamos a ver —propuse, y levantándome la túnica por encima de los tobillos, nos metimos en el charco chapoteando, llegamos a la puerta que exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre, entramos.

Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.

— ¿Qué pasa, Myrtle? —inquirí—¿Estás bien?

— ¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—. ¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa? 

Fui hacia el retrete.

— ¿Por qué tendría que hacerlo?

—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro...

—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Ron—. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?

Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:

— ¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspasen la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!

—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Will.

—No lo sé... Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio en la cabeza —dijo Myrtle, mirándonos—. Está ahí, empapado.

Observamos debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos. Me acerqué para cogerlo, pero Will me detuvo con el brazo.

— ¿Qué pasa? —pregunté.

— ¿Estás loca? —exclamó Will sin dar crédito—. Podría resultar peligroso.

— ¿Peligroso? —reí—. Venga, ¿cómo va a resultar peligroso?




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