Alyssa Potter y La Cámara Secreta

CAPITULO QUINCE

Recuerdo que cuando tenía cinco años, tenía un muñeco de felpa. Era mi mayor tesoro y mi único juguete. Amaba tanto a ese  muñeco porque era mi mayor consuelo cuando me sentía desolada. Fue como tener un amigo secreto que podía llevar en el bolsillo. Pero un día simplemente desapareció; mi primo Dudley se burló porque había estado llorando y yo, harta de sus abusos, le di un puñetazo en el ojo. Recibí un buen castigo pero eso no fue comparado con el triste sentimiento que surgió en mi pecho. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba realmente sola.

Y ahora, era la misma sensación que me embargaba en estos momentos. Sin Dumbledore y Hagrid, era como si Hogwarts hubiera perdido su calidez y si brillo. La profesora McGonagall tomó el puesto de directora suplente, pero no sabíamos cuando duraría este nuevo cambio.

El verano estaba a punto de llegar a los campos que rodeaban el castillo. El cielo y el lago se volvieron del mismo azul claro y en los invernaderos brotaron flores como repollos. Pero sin poder ver a Hagrid desde las ventanas del castillo, cruzando el campo a grandes zancadas con Fang detrás, aquel paisaje no me gustaba; y lo mismo podía decirse del interior del castillo, donde las cosas iban de mal en peor.

Los chicos y yo habíamos intentado visitar a Hermione, pero incluso las visitas a la enfermería estaban prohibidas.

—No podemos correr más riesgos —nos dijo severamente la señora Pomfrey a través de la puerta entreabierta—. No, lo siento, hay demasiado peligro de que pueda volver el agresor para acabar con esta gente.

Ahora que Dumbledore no estaba, el miedo se había extendido más aún, y el sol que calentaba los muros del castillo parecía detenerse en las ventanas con parteluz. Apenas se veía en el colegio un rostro que no expresara tensión y preocupación, y si sonaba alguna risa en los corredores, parecía estridente y antinatural, y enseguida era reprimida.

Me repetía constantemente las últimas palabras de Dumbledore: «Sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre ayudará al que lo pida.» Pero ¿con qué finalidad había dicho aquellas palabras? ¿A quién íbamos  a pedir ayuda, cuando todo el mundo estaba tan confundido y asustado como nosotros?

La indicación de Hagrid sobre las arañas era bastante más fácil de comprender. El problema era que no parecía haber quedado en el castillo ni una sola araña a la que seguir. Will y yo las buscábamos adondequiera que íbamos, y Ron nos ayudaba a regañadientes. Además se añadía la dificultad de que no nos dejaban ir solos a ningún lado, sino que teníamos que desplazarse siempre en grupo con los alumnos de Gryffindor. La mayoría de los estudiantes parecían agradecer que los profesores los acompañaran siempre de clase en clase, pero a mi me resultaba muy fastidioso.

Había una persona, sin embargo, que parecía disfrutar plenamente de aquella atmósfera de terror y recelo. Draco Malfoy se pavoneaba por el colegio como si acabaran de darle el Premio Anual. No comprendí por qué Malfoy se sentía tan a gusto hasta que, unos quince días después de que se hubieran ido Dumbledore y Hagrid, estando sentado detrás de mi en clase de Pociones, le oí regodearse de la situación ante Crabbe y Goyle:

—Siempre pensé que mi padre sería el que echara a Dumbledore —dijo, sin preocuparse de hablar en voz baja—. Ya les dije que él opina que Dumbledore ha sido el peor director que ha tenido nunca el colegio. Quizá ahora tengamos un director decente, alguien que no quiera que se cierre la Cámara de los Secretos. McGonagall no durará mucho, sólo está de forma provisional...

Snape pasó a mi lado sin hacer ningún comentario sobre el asiento y el caldero solitarios de Hermione.

—Señor —dijo Malfoy en voz alta—, señor, ¿por qué no solicita usted el puesto de director?

Cerré los puños mientras contenía las ganas de borrarle a Malfoy esa sonrisa estúpida.

—Venga, venga, Malfoy —dijo Snape, aunque no pudo evitar sonreír con sus finos labios—. El profesor Dumbledore sólo ha sido suspendido de sus funciones por el consejo escolar. Me atrevería a decir que volverá a estar con nosotros muy pronto.

—Ya —dijo Malfoy, con una sonrisa de complicidad—. Espero que mi padre le vote a usted, señor, si solicita el puesto. Le diré que usted es el mejor profesor del colegio, señor.

Snape paseaba sonriente por la mazmorra, afortunadamente sin ver a Seamus Finnigan, que hacía como que vomitaba sobre el caldero.

—Me sorprende que los sangre sucia no hayan hecho ya todos el equipaje —prosiguió Malfoy—. Apuesto cinco galeones a que el próximo muere. Qué pena que no sea Granger...

La campana sonó en aquel momento, y fue una suerte, porque al oír las últimas palabras, Ron había saltado del asiento para abalanzarse sobre Malfoy, aunque con el barullo de recoger libros y bolsas, su intento pasó inadvertido.

—Déjame —protestó Ron cuando lo sujeté—. No me preocupa, no necesito mi varita mágica, lo voy a matar con las manos...

—No te voy a soltar hasta que te calmes—dije severamente—Me gustaría dejarte hacerlo pero no quiero que te castiguen.

—Dense prisa, he de llevarlos a Herbología —nos gritó Snape, y salimos en doble hilera, con Ron y conmigo en la cola, el segundo intentando todavía liberarse. Sólo lo solté cuando Snape se quedó en la puerta del castillo y continuamos por la huerta hacia los invernaderos.

La clase de Herbología resultó triste, porque había dos alumnos menos: Justin y Hermione.

La profesora Sprout nos puso a todos a podar las higueras de Abisinia, que daban higos secos. Fui a tirar un brazado de tallos secos al montón del abono y me encontré de frente con Ernie Macmillan. Parecía incómodo y yo me crucé de brazos.

—Hoy no estoy de humor Macmillan—espeté—Así que déjame tranquila.

Ernie respiró hondo y dijo, muy formalmente:

—Sólo quiero que sepas, Allie, que lamento haber sospechado de ti. Sé que nunca atacarías a Hermione Granger y te quiero pedir disculpas por todo lo que dije. Ahora estamos en el mismo barco y..., bueno...




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