Me encontraba en el extremo de una sala muy grande, apenas iluminada. Altísimas columnas de piedra talladas con serpientes enlazadas se elevaban para sostener un techo que se perdía en la oscuridad, proyectando largas sombras negras sobre la extraña penumbra verdosa que reinaba en la estancia.
Con el corazón latiéndome muy rápido, escuché aquel silencio de ultratumba. ¿Estaría el basilisco acechando en algún rincón oscuro, detrás de una columna? ¿Y dónde estaría Gideon?
Saqué mi varita y avancé por entre las columnas decoradas con serpientes. Mis pasos resonaban en los muros sombríos. Iba con los ojos entornados, dispuesta a cerrarlos completamente al menor indicio de movimiento. Me parecía que las serpientes de piedra me vigilaban desde las cuencas vacías de sus ojos. Más de una vez, casi me da un infarto al creer que alguna se movía.
Al llegar al último par de columnas, vi una estatua, tan alta como la misma cámara, que surgía imponente, adosada al muro del fondo.
Tuve que echar atrás la cabeza para poder ver el rostro gigantesco que la coronaba: era un rostro antiguo y simiesco, con una barba larga y fina que le llegaba casi hasta el final de la amplia túnica de mago, donde unos enormes pies de color gris se asentaban sobre el liso suelo. Y entre los pies, boca abajo, vi una pequeña figura con túnica negra y el pelo rojo.
— ¡Gideon! —Susurré y corrí hacia él e hincándome de rodillas—. ¡Gideon! ¡No estés muerto! ¡Por favor, no estés muerto! —Dejé la varita a un lado con los ojos llorosos, cogí a Gideon por los hombros y le di la vuelta. Tenía la cara tan blanca y fría como el mármol, aunque los ojos estaban cerrados, así que no estaba petrificado. Pero entonces tenía que estar...—. Gideon, por favor, despierta — dije sin esperanza con lágrimas que escapaban de mis ojos, agitándolo—No hagas esto, Gid. ¡Despierta!
La cabeza de Gideon se movió, inanimada, de un lado a otro. Solté un gemido ahogado.
—No despertará —dijo una voz suave.
Me enderecé de un salto.
Un chico alto, de pelo negro, estaba apoyado contra la columna más cercana, mirándome. Tenía los contornos borrosos, como si lo estuviera mirando a través de un cristal empañado. Pero no había dudas sobre quién era.
—Tom... ¿Tom Riddle?
Riddle asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de mi rostro.
— ¿Qué quieres decir? ¿Por qué no despertará? —pregunté desesperada—. ¿Él no está... no está...?
—Todavía está vivo —contestó Riddle—, pero por muy poco tiempo.
Lo miré detenidamente. Tom Riddle había estudiado en Hogwarts hacía cincuenta años, y sin embargo allí, bajo aquella luz rara, neblinosa y brillante, aparentaba tener dieciséis años, ni un día más.
— ¿Eres un fantasma? —inquirí dubitativa.
—Soy un recuerdo —respondió Riddle tranquilamente— guardado en un diario durante cincuenta años.
Riddle señaló hacia los gigantescos dedos de los pies de la estatua. Allí se encontraba, abierto, el pequeño diario negro que había hallado en los aseos de Myrtle la Llorona. Durante un segundo, me pregunté cómo habría llegado hasta allí. Pero tenía asuntos más importantes en los que pensar.
—Tienes que ayudarme, Tom —supliqué, volviendo a levantar la cabeza de Gideon—. Tenemos que sacarlo de aquí. Hay un basilisco... No sé dónde está, pero podría llegar en cualquier momento. Por favor, ayúdame...
Riddle no se movió. Sudando, logré levantar a medias a Gideon del suelo, y me incliné a recoger mi varita.
Pero la varita ya no estaba.
— ¿Has visto...?
Levanté los ojos. Riddle seguía mirándome... y jugueteaba con mi varita entre los dedos. Por un momento, sentí que algo no andaba bien.
—Gracias —murmuré lentamente, tendiendo la mano para que me la devolviera.
Una sonrisa curvó las comisuras de la boca de Riddle. Siguió mirándome, jugando indolente con la varita.
—Escucha —dije con impaciencia. Las rodillas se me doblaban bajo el peso muerto de Gideon—. ¡Tenemos que huir! Si aparece el basilisco...
—No vendrá si no es llamado —dijo Riddle con toda tranquilidad.
Volví a posar a Gideon en el suelo, incapaz de sostenerlo.
— ¿Qué quieres decir? —pregunté frunciendo el entrecejo—. Mira, dame la varita, podría necesitarla.
La sonrisa de Riddle se hizo más evidente.
—No la necesitarás —repuso.
Lo miré sin entender.
— ¿A qué te refieres, yo no...?
—He esperado este momento durante mucho tiempo, Alyssa Potter —dijo Riddle—. Quería verte. Y hablarte.
—Escucha —repuse perdiendo la paciencia—, me parece que no lo has entendido: estamos en la Cámara de los Secretos. Ya tendremos tiempo de hablar luego.
—Vamos a hablar ahora —repuso Riddle, sin dejar de sonreír, y se guardó en el bolsillo mi varita.
Lo miré. Definitivamente estaba sucediendo algo muy raro.
— ¿Cómo ha llegado Gideon a este estado? —pregunté, hablando despacio.
—Bueno, ésa es una cuestión interesante —comentó Riddle, con agrado—. Es una larga historia. Supongo que el verdadero motivo por el que Gideon está así es que le abrió el corazón y le reveló todos sus secretos a un extraño invisible.
— ¿De qué hablas?
—Del diario —respondió Riddle—. De mi diario. El pequeño Gideon ha estado escribiendo en él durante muchos meses, contándome todas sus penas y congojas: que sus hermanos se burlaban de él, que tenía que venir al colegio con túnica y libros de segunda mano, que... —A Riddle le brillaron los ojos—... pensaba que la famosa, la hermosa, la gran Alyssa Potter no llegaría nunca a quererlo... Pobre niño.
Mientras hablaba, Riddle mantenía los ojos fijos en mí. Había en ellos una mirada casi ávida.
—Es una lata tener que oír las tonterías de un niño de once años — siguió—. Pero me armé de paciencia. Le contesté por escrito. Fui comprensivo, fui bondadoso. Gideon, simplemente, me admiraba: Nadie me ha comprendido nunca como tú, Tom... Estoy tan contento de poder confiar en este diario... Es como tener un amigo secreto.
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Editado: 28.10.2019