—Vamos, apresúrate con eso—demandó mi tía Petunia—Necesito que esté todo listo.
—Sí, tía Petunia—contesté mientras volteaba los pancakes.
—No olvides el café para tu tío Vernon.
—Ya lo llevo.
—Muy bien, dame eso y lleva lo demás.
Freír huevos, preparar beicon, exprimir naranjas y acomodar la vajilla; todo en un tiempo récord. Suspiré profundamente mientras me quitaba un mechón de la frente. El dolor de mi cuello no ayudaba mucho y el entumecimiento de mis piernas me estaba matando, la mañana estaba resultando muy estresante para mí. Tía Petunia me había despertado muy temprano con sus molestos gritos. Aún me sentía resentida con ella por haber interrumpido mi sueño. Había sido tan bonito porque aparecía una moto voladora y no todos los días tenía la oportunidad de soñar con algo así.
Pero si no tenía cuidado con lo que soñaba, me vería en grandes problemas y conociendo a mis tíos, creerían que hasta mis sueños eran peligrosos.
Tal vez las personas pensarían que estoy exagerando pero he vivido aquí durante diez largos años. Una vida totalmente miserable.
Estar bajo el mismo techo con los Dursley era extremadamente complicado. Tenía que seguir muchas reglas estrictas si quería estar tranquila. Sin embargo, mi verdadero problema era que no podía cumplir con ninguna de las expectativas de mi familia adoptiva y por una cruel coincidencia, todo me salía mal.
Para mi familia, era en pocas palabras una niña extraña. Y al parecer todas las personas que me conocían pensaban lo mismo.
Me tenían desconfianza y en el peor de los casos me tenían miedo.
—También lleva el beicon a la mesa—dijo tía Petunia tendiéndome la sartén —Comerás del suelo si lo dejas caer. ¿Está claro?
Tuve que reprimir las ganas de rodar los ojos.
—Muy claro.
Tomé la jarra del zumo y con la otra lleve el beicon. Respiré profundamente, esperando que este día terminara de una vez.
—Ya era hora, muchacha—gruñó tío Vernon al verme—Sirve el desayuno. Dudley no tarda en bajar.
—En seguida, tío.
Tío Vernon me miró con desagrado y extendió su periódico para leer la sección de deportes pero me observaba de reojo. Acomodé los platos y serví el desayuno con excesivo cuidado. Mis manos temblaban cuando estaba sirviendo el café a tío Vernon, su estricta mirada me estaba poniendo nerviosa. Parecía que hacía todo mal y tío Vernon siempre decía que con unos buenos regaños y castigos, corregiría mi comportamiento rebelde.
Dudaba que fuera verdad.
Mi tía caminaba de un lado a otro y el resonar de sus tacones me estaba enloqueciendo. Pudo haber dejado un agujero en el suelo de la cocina por todas las vueltas que dio ya que cualquier cubierto que estuviera desaliñado, lo lavaba, secaba y volvía a ponerlo en su lugar.
Era un verdadero alivio que su enferma obsesión sólo sucedía una vez al año. Hoy era el cumpleaños de mi primo, Dudley. Mi primo era el ser más despreciable y se encargaba de amargarme la existencia. Sus rabietas habían dado sus frutos, había conseguido todos los regalos que deseaba e incluso una nueva bicicleta. No podía entender su deseo por una bicicleta ya que Dudley odiaba cualquier desgaste físico. Solo tenía un deporte favorito: golpear a chicos pequeños y molestarme.
Unos pasos retumbantes se escucharon por toda la casa y tía Petunia ahogó un grito de entusiasmo. Su expresión de alegría me provocó náuseas.
—Arregla eso—dijo señalando la mesa y tomó su pequeña cámara—Todo tiene que ser perfecto en el día especial de mi Duddy.
En muchos sentidos era diferente a mi familia. Tío Vernon era corpulento, sin mucho cuello y con un prominente bigote del cual estaba orgulloso. A mi me gustaba compararlo con una morsa. Era un hombre exigente y no permitía ningún tipo de error; Tía Petunia, por el contrario, era delgada, rubia y con un largo cuello que le permitía espiar a nuestros vecinos. Ella disfrutaba del cotilleo y le obsesionaba el completo orden. Y por último estaba Dudley, parecía un mini tío Vernon sólo que sin bigote y con cabello rubio. Su crueldad y violencia provocaron el temor y el respeto de todos los chicos de nuestra colonia.
De seguro se preguntarán cómo terminé aquí, cubierta de masa, con el cabello hecho un desastre y con las peores personas del mundo. Bueno, ni yo misma sé con exactitud la razón y mi familia no estaba dispuesta a responder mis dudas. Mis constantes preguntas sobre mi pasado molestaban en extremo a mis tíos y solo logré sacarles un poco de información.
Cuando tenía un año, mis padres tuvieron un accidente de coche, yo también estaba con ellos y fui la única que sobrevivió. La prueba de ello era una cicatriz de forma de rayo que tenía en la frente.
Como tía Petunia era hermana de mi madre, los Dursley se hicieron cargo de mi, haciendo de mi vida una miseria. A veces pienso que me odian sin ninguna razón, me tratan como una peste y todo el tiempo me castigan encerrándome en mi alacena donde mi única compañía eran las arañas.
Lo que más me entristecía era que no tenía ninguna foto de mis padres y ni siquiera una tumba qué visitar. Recuerdo que le había preguntado a tía Petunia si podía conseguirme un retrato de ellos. Ella se enfadó conmigo, solo me dijo que me parecía a mi madre, excepto por los ojos. En secreto me miraba en el espejo tratando de imaginar a una mujer con largo cabello pelirrojo y piel pálida. No era un buen ejercicio, no podía ver a mi madre en mí.
Los saltos y gritos de Dudley hicieron estremecer las escaleras. Cuando bajó a la sala, mi tía lo atacó con el flash de la cámara. Él estaba más que encantado con la atención de mis tíos y al terminar la sesión de fotos fue directamente a la mesa de los regalos.
—¿Cuántos son?—Le preguntó con impaciencia a tío Vernon.
—Treinta y seis—contestó él con una sonrisa de suficiencia—Los conté yo mismo.
Lo que se acercaba no era buena señal.
En unos segundos, la cara redonda de Dudley se tornó púrpura y tía Petunia lo miró horrorizada. Yo solo retrocedí lo más lejos posible.