Alyssa Potter y La Piedra Filosofal

CAPITULO TRES

 

 

El incidente del zoológico me había dado el castigo más largo en toda mi vida. Tía Petunia me dio más deberes domésticos y me redujo mis porciones de comida. Tío Vernon me permitió salir de la alacena cuando las vacaciones de verano comenzaron.
Dudley seguía siendo Dudley, porque ya había roto casi todos sus obsequios de cumpleaños y había atropellado con su bicicleta a la pobre señora Figg.

En el fondo, me alegraba que el colegio hubiera terminado pero por el otro lado, las cosas no mejoraron para mí. La pandilla de Dudley visitaba a menudo la casa y hacían su pasatiempo favorito, el cual era torturarme. Dudaba que Malcolm, Piers, Dennis y Gordon tuvieran algo dentro de sus cabezas; alguien que nombrara a Dudley como su líder no tendría ni una pizca de inteligencia.

Eso me daba una excusa para pasar un tiempo fuera de casa. Daba largas caminatas que me ayudaba a pensar. También iba a escondidas al parque que estaba cerca de Privet Drive y me sentaba en uno de los columpios mientras observaba a los demás niños jugar. Todos se divertían, disfrutando de las vacaciones y olvidándose de la escuela.

Pronto iría a la secundaria y lo que me aliviaba era que no iría en el mismo salón que mi primo. A Dudley lo habían aceptado en el antiguo de tío Vernon, Smelting. Y lo mejor de todo es que Piers también iría ahí. Yo asistiría a Stonewall, una secundaria de la zona. Eso me daba muchas esperanzas, Dudley ya no asustaría a cualquiera que se atreviera a acercarse. Comenzaría desde cero y por fin podría hacer verdaderos amigos y llevaría una vida más tranquila.

Ese día, tía Petunia había salido de compras a Londres con Dudley para comprar su uniforme, así que aproveché el día para visitar a la señora Figg. Todos los chicos de la colonia la llamaban la loca de los gatos y se burlaban de mí porque pasaba mucho tiempo con ella. A mí no me importaba, la señora Figg era una muy buena compañía.

—Me alegra que estés aquí, querida—dijo con suavidad la señora Figg mientras servía el té.

—Lamento lo que le pasó señora Figg—Me sentía un poco culpable por lo que le había pasado. Si no hubiera salido huyendo de Dudley, este no me habría perseguido por toda la cuadra y no habría atropellado a la señora Figg.

—Tonterías—dijo ella quitándole importancia—Además, fue culpa de esa bola de grasa que sueles decirle primo.

—¿Cuándo le quitan el yeso? —pregunté mientras bebía de mi té.

—En un par de semanas estaré como nueva. Gracias por preocuparte por esta anciana. ¿Quieres un poco de pastel de chocolate?

—Muchas gracias, señora Figg.

La razón por la que me gustaba visitarla (y no tenía nada que ver con el pastel) era por aquella agradable sensación que tenía debajo del estómago. No recibía gritos ni comentarios crueles. Me sentía querida y aceptada sin ninguna condición.

—¿Estás emocionada por comenzar el colegio? —Preguntó con una sonrisa.

—Un poco—admití.

—Ya verás, este año será el mejor de todos—dijo guiñando un ojo.

—Eso espero, señora Figg. —A veces me preguntaba por qué estaba tan sola, no tenía familia y su única compañía eran los gatos.

Admitía que era una vida triste y solitaria, su casa era pequeña y estaba llena de retratos de todos los gatos que había tenido. Dudley me decía que si seguía con la señora Figg, quizás en un futuro yo también viviría con un montón de gatos.
Cuando devoré tres raciones de pastel, fui directamente a casa y al abrir la puerta me encontré con una escena que difícilmente olvidaría.

Dudley estaba desfilando por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo. Los muchachos de Smelting llevaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y un ridículo sombrero de paja. Y el conjunto lo complementaba un largo bastón, que utilizaban para pelearse cuando los profesores no los veían.
Este verano, Dudley entrenaría con su bastón para seguir abusando de los más débiles.

Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, los cuales le quedaban ajustados, tío Vernon proclamó con voz extraña que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y crecido. Yo no me atrevía a decir una palabra. De hecho no podría describir lo que estaba sintiendo en estos momentos. Me dolían tanto las costillas por aguantar la risa.

Sería una tarde muy larga.

***

A la mañana siguiente, no faltaron los gritos de tía Petunia y los golpes contra la puerta.

— Más vale que ya estés levantada, holgazana—amenazó con los dientes apretados.

—Lo estoy—murmuré contra la almohada.

—Date prisa, quiero que vigiles el desayuno.

Gemí con fastidio.

— ¿Qué has dicho?—gritó mi tía con ira desde el otro lado de la puerta.

—No he dicho nada—me quejé.

Podía jurar que mi tía se estaba apretando el puente de su nariz.

—Solo apresúrate, niña.

Después de vestirme a regañadientes, fui directo a la cocina y cuando entré un olor provocó que arrugara mi nariz. Parecía proceder de una gran cacerola que estaba en el fregadero. Me acerqué a mirar y me encontré con un montón de trapos que flotaban en agua sucia.

— ¿Qué es eso que huele tan horrible?—pregunté a tía Petunia. Ella me miró mal, frunciendo sus labios.

—Tu nuevo uniforme del colegio—dijo en tono cortante.

—Pues no parece tan nuevo—comenté mirando con desagrado el contenido de la cacerola.

—No seas absurda—dijo con ira tía Petunia—No íbamos a comprarte uno nuevo, este es de segunda mano y lo estoy tiñendo, quedará igual que los de los demás.

Dudaba que eso fuera cierto, pero decidí no comentar nada para no tener más problemas. Me senté en la mesa y traté de no imaginar el aspecto que tendría en mi primer día de la secundaria Stonewall. Tía Petunia tenía la costumbre de comprar la ropa con dos tallas más. El uniforme me quedaría enorme.

Minutos después, Dudley y tío Vernon entraron y los dos estaban cubriéndose la nariz a causa del olor de mi nuevo uniforme. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.
Todos escuchamos el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre la alfombrilla.




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