Amalgam

1

Cuando despiertas en una cama de hospital sin recordar cómo es que llegaste ahí sabes que algo anda mal. Todo vino por capas, primero desperté. Siento la incomodidad de una cama dura y estrecha; casi estoy haciendo equilibrio por no caerme. La boca seca, mi lengua resquebrajada; siento un sabor rancio y el aire rasca mis mucosas como si fuese maldita arena. La cabeza duele como taladro en la mollera. Entumecido, mareado. Escucho sonidos intermitentes y agudos. Los ojos duelen, no quiero abrirlos, aun no.

Bip, bip, bip…veo la típica pantalla a un lado de mi nicho; una línea subiendo y bajando con la tradicional precisión de mierda de un hospital.     

Mi sentido común me dice que debería de estar en un hospital; poniendo la obviedad por encima. Después de tal martillazo en el cerebro hasta yo lo dudaría. Pestañeo. La imagen es cada vez menos borrosa, todo parece una pintura impresionista con demasiado brillo. Puedo distinguir las paredes prístinas de color verde agua. Percibo un olor antiséptico de excesiva limpieza, tengo ganas de sacar por la boca las pocas vísceras que me quedan por los putos antibióticos. La luz emana desde el techo, todo parece ordenado; predomina un minimalismo exagerado.  

No hay ventanas, solo una pared. Miro a mi izquierda; hay un velador cubico de color plomo. Sobre este hay un vaso vacío. Veo una puerta blanca en una esquina de la sala; después de todo no estoy encerrado. Eso me pone un poco más tranquilo.

-. ¿Hola?- grité tan alto como mis cuerdas vocales me lo permitieron. Mi voz suena digna de un catarro por un abrazo de suegra -. ¿Hay alguien ahí?- nadie respondió.   

Suspiro. Intento hacer un esfuerzo mental por recordar algo. Recuerdo mi nombre, Maximiliano Blanxart, eso es bueno. Recuerdo mi trabajo, soy abogado de alguna colonia de mierda. Lavoisier es la colonia donde vivo. Es un asentamiento alejado de la mano de dios. Estamos aquí por las betas de cobalto. Intento decidir que fue un accidente. Es imposible, yo no bajo a las minas, nadie lo hace en realidad.  

-. ¿Hola? ¿Alguien me escucha?- Como lo esperaba; nadie respondió. Debería de haber al menos una enfermera conmigo.  

Cierro los ojos. Intento recapitular. Recuerdo haber salido de Ceti. Llegué aquí luego de un viaje de ocho años. Me dieron un trabajo; Lavoisier tiene pocos abogados; casi todos son ingenieros, geólogos o mineros, todos tienen que ver con las rocas. Rutina; me dan un par de casos; investigo y llevo adelante un juicio. Algún un homicidio o similares, se entregan o se suicidan. Creo que me afecta; discuto con mi chica, y aunque se preocupa decido ahogar el estrés excesivo en alcohol. Intento adjudicarle lo sucedido a mi típica rutina; no me convence, pero me conforma.       

Luego de un rato comienzo a sentir dolor; agujas por todo mi cuerpo. Soy consciente de estar atiborrado de mangueras y parches en mis muñecas, tronco, abdomen y mi uretra. Era incomodo como la mierda. Quería arrancármelas pero podría hacerme daño y no quería terminar orinando sangre por el pene. El pensar en ello hizo que la incomodidad aumentase.

-. Mierda.-

Me daba calor. Siento un hormigueo por todo mi cuerpo. Hago lentos movimientos con mis manos. La sangre comienza a fluir otra vez. Intenté mover mis pies pero aún estaban adormecidos. No puedo sentirlos, eso me puso nervioso.

Comencé a moverme. Era extraño, me sentía mucho más liviano de lo habitual. No debería de ser una novedad para un Astrano como yo. Cuerpos más grandes pero más livianos producto de la baja gravedad. La gravedad de los mundos como la tierra puede aplastarnos. Ahora no era eso.

Con torpeza pude reclinarme en  la camilla. Esperaba ver dos bultos justo debajo de mis rodillas. Las sabanas estaban planas, como la pampa marciana. Tenía un mal presentimiento. No quería levantar la sabana, aun cuando el escenario era obvio. Lo hice de todas formas, nunca había estado tan arrepentido.          

Algo parecido a un grito junto con un llanto escaparon de mi garganta. Solo me cubrí la boca con desconcierto mientras que un par de lágrimas brotaban de mis ojos. Debajo de mis rodillas hay dos perfectos muñones. Mis piernas amputadas con una precisión casi artística. La herida había sido cubierta con gazas; podía distinguir un par de manchones de sangre seca bajo el vendaje poco prolijo. En un momento me encontré llorando como un  crio, recostado en posición fetal. Impotencia, miedo, asco.

Recuerdo que lloré hasta que se me secaron las lágrimas y me ardieron los ojos. Algún enfermero debería de haber acudido por todo el escándalo que armé. Pasó bastante rato, nadie vino.

Armándome de valor me recosté en el camastro. Comencé a quitar una por una las agujas clavadas a mi cuerpo. Con torpe pulcritud traté de removerlas, procurando no hacerme daño en el proceso. Una por una las desenterraba de entre mi piel y mi carne, dejando rastros similares a piquetes de descomunales insectos. Con premura traté de remover la delgada manguera de mi uretra, me sorprendía como es se alojaba tan profundo. Reprimí un quejido cuando estuvo fuera, la arrojé lejos. Un espasmo de nervios me sacudió al darme cuenta de lo áspero que podía llegar a sentirse la goma.




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