O la causa casi perdida...
Deteniéndose frente al amplio ventanal, Sawyer escondió las manos en los bolsillos de su pantalón de mezclilla celeste, y observó el césped cuidadosamente recortado y verde, sus ojos divagaron más allá de la cerca de concreto y hierro que separaba el patio delantero de la concurrida acera.
—¿Te has preguntado alguna vez qué es la felicidad?
Hubo un sonido bajo en el otro lado de la casa, en la cocina, Harry estaba sentado en la isla de granito, comía a gusto un tazón de leche, chocolate y cereales. Sawyer se encontraba en la sala, a plena vista del leopardo que solo se dedicaba a la monótona tarea de ingerir su desayuno... Aunque casi fueran las doce del mediodía...
—Comer —respondió desinteresado.
Sawyer frunció el ceño.
—Yo me refiero a algo relacionado con la espiritualidad.
—Comer con toda el alma.
Bufó.
—¿Es que acaso no tienes sentimientos? —Cuestionó, girando a medias para verlo.
Harry continuó comiendo su desayuno.
—Soy un leopardo de las nieves, ¿qué esperabas? Tú nunca verás el día en que empiece a hablar estupideces, en todo caso ¿por qué preguntas exactamente eso?
Terminó de girar su cuerpo para ver a su amigo con un semblante de tristeza, lo cierto era que Harry Atwood llevaba la palabra solitario marcada a fuego en su sistema, y regularmente se burlaba de él por ser el más blando de los dos. Harry era el despiadado depredador, mientras que Sawyer... Bueno, él tendía a conciliar las cosas. Pero muy en el fondo sabía que Harry tendría que caer en algún momento, y solo ahí, en el instante que aparezca cualquier ser con la suficiente fuerza como para doblegar al fiero leopardo, solo ahí, le cobraría el favor.
—Me vendría bien una charla profunda.
Una sonrisa afilada se dibujó en el tosco rostro del hombre.
—Soy tu amigo, compañero de negocios, socio, un enemigo si quieres, pero no me metas en tus debates filosóficos, amorosos y existenciales... —Hizo una mueca—. Me repugna.
—Eres, oficialmente, un idiota.
Harry le mostró los colmillos, pero cuando Sawyer quiso responder una serie de sonidos interrumpieron el juego.
—Ahí está esa cosa otra vez —Harry se quejó, sus ojos verdes se clavaron en el radio transmisor negro sobre la mesada de metal pulido—. ¿Por qué no lo devuelves?
Sawyer ladeó la cabeza un poco mientras se abstraía de la realidad, había un código sonando en el objeto, uno que si no le fallaban los recuerdos tenía un significado oscuro.
—Alguien ha muerto —murmuró.
—Qué tragedia.
Sawyer gruñó bajo ante la respuesta desinteresada, como la casa estaba abierta y tanto la cocina —como la sala de estar y el escritorio estaban en el mismo espacio amplio rectangular—, no le tomó más de quince zancadas llegar hasta la mesada y subirle el volumen. La amiga de Jessie le había dado uno durante su primera excursión por las tierras forestales, era la principal herramienta de comunicación que utilizaban los lobos, por encima de los teléfonos convencionales.
Había un código para cada acción, trabajo, medida, además de los específicos que iban asociados a cada lobo del clan, y esos códigos se emitían mediante sonidos graves y agudos, de corta o larga duración.
El de Jessie se lo sabía de memoria, sin embargo, no fue ese código el que sonó en el objeto, sino otro al que no le costó reconocer, cuatro sonidos de corta duración seguidos de otros siete largos y más graves.
—Arif...
Esta vez, Harry giró la cabeza como búho y lo miró extrañado.
—¿Estás seguro?
Su estómago se contrajo, y la incertidumbre le hizo sentir cosas opuestas, pero los códigos eran fiables y no estaba oyendo cosas.
—Sí, ese es... —Se aclaró la garganta, esta noticia era inesperada—. Es el código de Arif... Él... Murió.
Otro código volvió a sonar, el llamado al entierro. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y en su mente solo una persona ocupó el lugar: Jessie.
—Tengo que irme.
—Oye, oye... Espera —Harry lo alcanzó, sosteniéndolo con fuerza del brazo—. ¿Qué es lo que estás pensando hacer?
Sawyer se zafó, caminó hasta la entrada y descolgó las llaves del gancho.
—Voy a ir.
Harry chasqueó la lengua varias, negando.
—Esa es una pésima idea.
Antes de salir, volteó a ver a su pesimista mejor amigo, había ocasiones en las que se preguntaba por qué rayos seguían juntos siendo tan diferentes, pero luego recordaba que el obstinado leopardo de las nieves era lo único que tenía en todo el mundo y ya no volvía a dudar de la extraña amistad que mantenían. Aunque ahora, Sawyer tenía a una persona más, una mujer de ojos avellana y tan impredecible como las tormentas de primavera.
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Editado: 05.12.2019