Es doloroso mirar atrás y ver cómo mi cuerpo, antes lleno de luz y contornos vivos, se ha convertido en un despojo: una sombra deshilachada de lo que fui, como una flor marchita que aún conserva el perfume de su primavera. Algo tan simple como un cabello bien peinado y lleno de vida, era como intentar domar un campo de espigas en medio de una tormenta: cada hebra rebelde contaba la historia de noches sin sueño y días sin tregua.
Incluso mi vestuario se redujo a telas suaves y gastadas, como si mi piel hubiese olvidado el roce de la elegancia. Los pijamas eran mi uniforme de guerra en esta batalla silenciosa.
Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, por el resto de mis días, sería madre: un faro encendido en medio de la tormenta, aunque el mar me tragara. Y, lo principal era él, mi dulce niño, el resto carecía de importancia para mí, o al menos casi.
Por ahora, terminé de vestirme, comprobando la temperatura de mi pequeño muñequito de carne, múltiples veces en el proceso. Aparté el estuche de maquillaje y cayó sobre la alfombra, como un relicario olvidado, sus colores dormidos no podían competir con el gris que cubría mi rostro. Sin siquiera poner algo de color a mi rostro o al menos un corrector que cubriese las amoratadas ojeras que resaltaban bajo mis párpados hinchados.
Mi bebé estaba enfermo y había cosas más urgentes para mí, que perder el tiempo maquillándome, ni siquiera dormí en la noche, menos iba preocuparme por algo tan banal.
Tomé entre mis brazos, a mi bolita de carne tibia con cachetes como pétalos de rosa en invierno, y sus ojos, dos luceros empañados, derritieron mi corazón. Brillante por la fiebre y sus cuencas hundidas por la enfermedad que lo acongojaba, él era mi motor, mi motivación y mi mayor angustia.
✿ ❀ ֍ ֎ ❀ ✿
—Señora Amanda, ¡válgame Dios! —gritó mi vecina—. ¿Está usted bien? Tiene un aspecto horrible.
—Sí, pero mi pequeño Alfredo está enfermo, apenas he dormido algo.
—Esas no son excusas, mijita. Recuerde que su marido debe trabajar con mujeres hermosa y anda usted en ese estado, luego no se queje cuando el hombre se vaya atrás de una perfumada.
—Gracias por el consejo, Señora Rosa. —me despedí, con el niño inquieto en mis brazos y el alma abatida por la vergüenza.
Sus palabras fueron como alfileres en mi espalda desnuda, y yo, con el alma hecha jirones, sólo pude huir sin mirar atrás. Casi corrí para alejarme, sin atreverme a mirar hacia atrás y rápido agarré un taxi hasta el hospital más cercano. Aunque lo peor estaba por comenzar, la cola era interminable, Alfredo vomitó varias veces y me ensució el pantalón, su angustia se estampó en mi pantalón como una pintura abstracta de dolor y desvelo. Estaba aterrada y para cuando al fin fue nuestro turno, ya mi pequeño se había dormido.
Para que me lo viniesen a despertar al revisarlo, le indicaron unos laboratorios y que dejase de darle pecho a mi pequeño de un año y medio, supuestamente, por ser “muy grande para eso”. En cambio, me sugirieron que intentase darle una comidita ligera que le ayudase a hacer un poco de estómago.
Así que después de extraerle sangre y, de entregar las muestras de heces y orina. Caminé hasta el restaurante más cercano para almorzar, mientras salían sus resultados. Así podría probar su tolerancia a la comida, no estaba muy convencida de ir. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que pisé un restaurante? Era como entrar a un mundo paralelo, donde el tiempo no se medía en pañales ni en termómetros.
Lo único que sabía con certeza era que hacía tanto tiempo que no salía a comer, que la última vez mi hijo aún era una promesa latiendo en mi vientre. Desde entonces, el mundo exterior se volvió un eco lejano, y la cocina de casa, nuestro refugio cotidiano. Siempre comíamos en casa, ya fuese comida casera o por delivery, desde la comodidad de nuestro hogar, o bueno casi, como hoy, que me salté el desayuno.
¡Y ni siquiera estaba mi esposo como punto de apoyo!
Suspiré hecha un mar de nervios y entré al establecimiento de comida, apenas había comensales, debido a que faltaba poco para que fuesen las once de la mañana.
Sin embargo, sentí la mirada hostil que me proporcionaron, ¡claro! Las personas solían odiar que los niños visitasen este tipo de establecimiento. ¿Podría culparlos? Yo era igual, no fue hasta tener uno propio que entendí que solo eran unos infantes, para ellos todo era un juego, estar quitecitos un castigo por el tedio y ni hablar del silencio, ¡no había niño en esta tierra que no odiase el silencio!
—¿En qué la puedo ayudar? —preguntó un amable camarero.
—Podría indicarme su menú, por favor.
Me pasó las hojas cubiertas de un plástico erosionado por el tiempo y le agradecí, a la vez que le daba un rápido vistazo a la lista de alimentos que vendían en el establecimiento y sin perder de vista a mi bebé.
Sin muchas ganas de leer o comer, pedí lo primero que vi y un caldito de pollo para mi niño.
No pasó mucho tiempo antes de que me trajesen los cubiertos, un vaso de papelón con limón bien helado para mí y uno fresco para mi hijo. Aunado al caldito de pollo que pedí especialmente para él.
Emocionado señaló el vaso de jugo y me dijo “agua” en su lenguaje infantil, indescifrable para aquellos que no son sus padres.