Amando entre mentiras [saga: Sin verdades – Libro #2]

*Capítulo nueve: "El diario"

Experimentar debilidad a un nivel superior no era una raya que deseara añadida a sus delitos, por más que el oscuro sentimiento tiñera su mirada; no volvería a cometer la misma equivocación dos veces, ya que desde aquel funesto día —que la colmó de inferioridad—, ella juró por su honor restaurado nunca derramar lágrimas que la confundieran con alguien vulnerable y sin carácter. Jamás volvería a ser tratada como una mujer que necesitaba protección, ella se caracterizó por ese tonto y poco convincente papel durante casi nueve años, en los que vio por los ojos de otra persona. Perdida en un océano infinito de amor, dejó a un lado la parte sana de su alma que le permitió despreciar a las personas que la hirieron en lo más hondo de su ser. Ahora no contaba con la factible capacidad de odiar. Un hombre, demasiado atractivo en todos los aspectos, se convirtió en su razón de ser. Su amada perdición. Una verdadera perdición, maligna e impura, que le martillo el corazón de titanio hasta convertirlo en algodón. «Él fue la gota de aceite hirviendo que cayó sobre su hombro».

Se mantuvo frágil y crédula ante él, y desde su partida prometió no volver a sufrir... Pero allí estaba, cometiendo el mismo error en segunda ocasión; comiéndose las uñas hasta sangrarse los dedos y durmiendo unas cuantas horas cada dos o tres noches. Día tras día el lacerante dolor que carcomía sus entrañas no menguaba ni un mínimo porcentaje, al contrario de ello, el profundo hoyo albergado en su corazón parecía no alcanzar el fondo delimitado por el aguacero de su alma incapaz de llorar. ¿Cómo era posible que no se hubiera sentado a sollozar por horas? No lo comprendía, hasta ese instante plagado de contradicción, ella se mantuvo con el rostro endurecido ante cualquier mal que pudiera tocarla, mientras en su interior bullía el desconcierto... ¡Menuda mujer!

Sin embargo, por más dura que fuera, ya no podía seguir aguantando la terrible carga que llevaba sobre su espalda, que para desconsuelo de su corazón, parecía hacerse más pesada con el paso de los minutos. Era insoportable continuar en tan deplorable condición para su vieja alma. Seguir sufriendo por esa niña ingrata que se marchó de casa sin decir una maldita palabra era contraproducente para su salud en constante deterioro...

La bella mujer de finos cabellos rubios aromatizados con el inconfundible aroma a flores, y de intensos ojos azules igual al mar; soltó un suspiro de malestar y maldijo su suerte por enésima vez en la tarde. Involuntariamente, una de sus manos acarició su pecho, en un intento poco inteligente de calmar el dolor mordaz en sus sentidos.

Despreciaba la secuencia de sucesos que la golpeaban, y a pesar de haber perdido lo que para cualquier mujer significaba el centro del universo, ella era incapaz de llorar para de alguna manera salvaguardar su sensibilidad humana. Tal parecía que su reserva de lágrimas sufría una escasez.

Muchas veces se sentó frente a la fotografía de su vivo retrato y ninguna lágrima se deslizó a su mejilla en busca de sedación. Se cacheteó e incluso se lastimó a sí misma, nada ocurrió. ¿Qué le pasaba? Sus más allegados la tomaron por insensible y sin corazón, por el sencillo motivo de no llorar a su hija desaparecida. Su sangre dispersada con grandes cantidades de anestesia, continuó su circulación natural, aun cuando ella debía estar muerta por dentro.

Era irreal e improbable creer que en la faz de la tierra caminaba una madre que no ansiara la presencia de su hija... Ella la quería de nuevo a su lado; no obstante, era incapaz de materializar su necesidad de una manera en la que las demás personas pudieran advertirlo. Nunca fue una mujer demostrativa o expresiva... Tan hermética... Tan gélida... Hosca y desabrida...

Solo tuvo el garrafal atrevimiento de ser pasional una vez en su vida, pero la experiencia le enseñó a punta de noches de desveló y litros de lágrimas, que lo mejor era ser un témpano de hielo.

Las pestañas aletearon al son del viento y como acto instintivo se mordió el labio inferior. Conteniendo la respiración al menos diez segundos, ingresó a la curiosa habitación con olor a chocolate que le pertenecía a su no tan preciada hija.

Siempre supo respetar la privacidad de esa niña. No era el tipo de madre que revisaba el historial de su computador o esculcara su ropa con la determinada intensión de encontrar algún tipo de cosa desagradable. Nunca se consideró asfixiante y así ella volviera a casa no sería una loca acosadora. No era su estilo. Jamás lo sería.

Habían pasado más de dos meses de su repentina desaparición y aún no daban con el paradero de Yuu. Muchos conocidos y personas pertenecientes a su círculo social creían que ella escapó con un muchacho. Lo cual era imposible, Yūme no mostró síntomas de estar enamorada, siempre fue apacible y reservada; era imposible imaginarla escapando con un novio.

—Una pista es lo que necesito para saber dónde estás —se dijo mientras abría los cajones de sus veladores, examinado con detenimiento cada uno de los objetos puestos a su disposición.

En menos de media hora puso la bonita habitación de cabeza. No encontró nada que pudiera ser útil. Nada, excepto esos curiosos cuadernos de color rosa que nunca se atrevió a examinar. Sus inquietos ojos serpentearon sobre esos ocho diarios personales que incluso en su desaparición fue incapaz de mirar. Eso sería violar su privacidad.

—A la mierda su privacidad —repitió como última resolución, tomando sin remordimiento los cuadernos entre sus manos. Necesitaba una pista, una sola y tal vez terminaría de armar el puzzle que exterminaba su paz.




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