Ni siquiera una morgue en medio de la madrugada igualaría las trepidaciones negativas que ocupaban los espacios de la sala de reuniones, en la que varios hombres esperaban una pronta resolución al meollo en el que intervenían. La tensión desbordada por los principales involucrados era más tétrica que una casa abandonada, que los lugareños podían señalar maldita por un espíritu maligno, cargado de energías lóbrega. Y es que ninguno comprendió el motivo por el que Tetsuhiro Castiel le pidió a la señorita pelirrubia que permaneciera allí.
El malestar se intensificó y trasformó los matices de sus caras al darse cuenta que el irlandés pensaba en cualquier información menos en firmar un trato. Con la mirada azul perdida en un universo desconocido para la imaginación del mortal común, él fingía escuchar lo expuesto por aquel tipejo que aborrecía; en realidad, su cerebro dilucidaba pensamientos discordantes al contrato de inversión.
Esperó tanto, lo planeó al milímetro, gastando cantidades excesivas de años en los que sintió en su paladar el dulce sabor de la venganza, y al fin su elaborado modo de suplicio daría frutos. Su genocidio personal tendría la principal víctima entre la enorme lista de muertes que cargaba tras de sí.
Pese a ello, ya era un hombre distinto, demasiado extraño, cambió. Todos, incluso el más fuerte roble perecía al perder al amor de su vida. Tal vez, un poco preocupado por lo que haría después, pensó en su amada. Quizá en el más allá, ella lo miraba con vergüenza y rencor, decepcionada de la clase de ser sanguinario del que se enamoró.
—Señor Cho —prorrumpió la exposición con la nada sutil forma de regular su voz gastada por los años que vivió imitando a un nómada—, ya escuché suficiente de su ponencia —los tipos que tenía a su cargo lo miraron expectantes, esperando una señal. Con un imperceptible movimiento de mano, negó. No iniciarían la marcha de su plan—, necesito que los presentes, menos usted, se retiren. Debemos hablar a solas.
El silencio sustituyó la animada explicación que se disolvió en medio de los susurros de algunos ejecutivos de la empresa. Como si estuvieran conectados, los hombres que acompañaban a Castiel se pusieron de pie y sin pedir explicaciones, abandonaron la sala de juntas.
Siwon, que naufragaba en la luz que bañaba el rostro de Yuu y que olvidó sus riñas con el presidente de la compañía, abandonó su embeleso y captó el semblante extrañado de Kyuhyun; no obstante, él prefirió centrar la completa atención en el anciano del averno.
Yūme limpió sus palmas en la falda y se puso de pie, imitando la acción de los otros. Un poco ¿incómoda? No, esa no era la palabra que describía el sentimiento que arremolinaba su corazón, producto de la profunda inspección que Tetsuhiro le dio durante gran parte de la reunión. El anciano no le transmitía intenciones perversas y eso le intrigaba demasiado.
Hablando despacio y graduando el volumen de sus articulaciones, Siwon y ella salieron de la oficina cuchicheando acerca de un tema irrelevante, que Kyuhyun no entendió. Castiel, quien no dejó de atisbarla hasta que ella desapareció, sonrió por la simpleza de sus charlas con el señor Choi. El empresario de cabellos canos estuvo complacido con ese descubrimiento. Si las cosas iban conforme a su imaginación, su nuevo plan saldría al pie de la letra. Él jamás fallaba y eso era un punto a su favor.
—Entonces ¿Firmaremos el trato? —alcanzó a hilar la descoordinada voz de Kyuhyun, que se sentó delante de Tetsuhiro.
Sus mojadas manos se movían y un pequeño latido en la parte trasera de su cabeza le hacía ver borroso. Temeroso, más que un animal acorralado por un depredador superior en tamaño y fuerza, él le rezó a cualquier divinidad para que sus metas salieran según lo acordado.
—Quiero que la señorita Park y el señor Choi vayan conmigo a la isla Jeju —hizo una pausa al acomodarse en su asiento—, y que firmen el contrato en una semana —sentenció utilizando la rectitud propia de su deformada naturaleza.
Él acostumbró a que la gente bailara al son de sus ordenanzas macabras y oscuras, que provocaban consecuencias terribles en las vidas de las personas que amaba. Nadie se negaba a sus decretos. Nadie... A parte de ella. Su mayor orgullo, después de su preciada hija.
El primordial interesado en sellar el trato que uniría las empresas, meneó la cabeza en señal de negación. No, no aceptaría semejante atrocidad.
Bastaba juntar ambos nombres y Kyuhyun hervía de molestia. No, reiteró su cerebro abarrotado de ideas contradictorias. Imposible dar la autorización para que los dos estuvieran en tan íntimo lugar, lejos de su supervisión. El pensamiento de aventurarse a dejarlos solos a cientos kilómetros, en una isla paradisíaca, donde los sentimientos más hondos podían afluir del rincón más oscuro de sus almas, parecía la mala idea del siglo. No, maldición, no. Ellos no podían irse a Jeju, solos. Ellos no saldrían de Seúl bajo ninguna circunstancia.
Era distinto que vivieran bajo el mismo techo y convivieran las veinticuatro horas al día, en una casa donde la atenta vigilancia de una ama de llaves a la que él le pagaba el triple de su sueldo, le informaba lo que sucedía. Otra muy diferente era darle la libertad a su amigo de hacer lo que se le antojara con Yuu en un lugar donde nadie le daría la voz de alerta.
Kyuhyun no planeaba cegarse, Siwon no era un santo pronto a canonizar. Ese deseo desenfrenado que lo perturbaba mañana, tarde y noche, en cualquier segundo le haría perder la razón y la isla Jeju parecía el paraje perfecto para que aquello sucediera. Decidió objetar la decisión del señor Tetsuhiro con fundamentos sólidos, que habrían persuadido a un ser humano normal. Antes de que pronunciara la raíz de su creciente enojo, su futuro socio agregó algo más a su ya expuesta decisión. Porque era una decisión y debía aceptarla así le costará su insignificante vida.
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Editado: 25.07.2021