—Bienvenida a mi pequeña casa de verano, Hiraku —el hombre que se ubicaba a su lado izquierdo extendió los brazos en modo de celebración por su llegada. Además, la diversión demostrada en sus palabras altivas y melodiosas se debía a dos motivos muy sencillos de dilucidar en una situación semejante: no estaban en la estación a la que hacía referencia, además, la más importante, era que ella caminaba por voluntad propia. Había logrado subyugar a la hija que consideró un alma demasiado rebelde para su gusto.
Dando pasos cortos y casi comparados a los de un anciano para demorar su ingreso al infierno convertido en un palacio de oro, al que ni siquiera se dignaba a levantar la mirada, pensó en alguna forma de escapar por el enorme jardín que atravesó antes de poner un pie en la estancia; sin embargo, al oír que detrás de ella resonaba el caminar de varios sujetos, declinó su intención: no podía ponerse en peligro con tanta facilidad; y prefiriendo mantenerse distraída en los azulejos del suelo antes de contemplar los cuadros, que adornaban las paredes de color mate, apretó los labios para no gritar y dejar que el estrés la aplacara, haciéndola víctima de la intranquilidad.
Dio una profunda respiración para no poner una mayor resistencia cuando su padre le señaló que debía ingresar a un pasillo ubicado al costado de las escaleras, bastante alejado de la sala principal. Era amplio, ya que servía de conexión a diferentes habitaciones. Y aunque quiso mantener el mismo ritmo en su caminar, al sentir de cerca la respiración de esos individuos, apresuró la velocidad, ya que su solo presencia, provocaba que los vellos de sus brazos se erizaban: ellos le causaban pánico.
En el aquel pasaje le fue imposible mirar al suelo, ya que la sustancia de color marrón que se veía en varios espacios, le producía náuseas; y los alaridos que oyó provenientes de una de los cuartos, la hicieron mantenerse alerta.
Finalmente, todos llegaron a una puerta de vidrio polarizado que se abrió cuando su padre se acercó al umbral, al parecer se abría con un sensor de movimiento. Hiraku, apretando los dientes, entró a la habitación sin muebles, en la que solo pudo ver tres sillas de madera en el centro.
—Siéntate —le pidió su padre y ella accedió sin pensarlo un solo segundo.
Su sumisión no era gratuita, ya que minutos antes, Hiraku se quedó inmóvil dentro de la camioneta, indispuesta a seguir las órdenes de un hombre que le causaba repugnancia. No le interesaba que la sangre del infeliz que se atrevió a raptarla estuviera ensuciando sus pantalones, dejando que un gran temor en su pecho se instalara en su pecho; no, no tendría miedo, porque le era más atractivo revelar ese carácter defectuoso que la acompañaría hasta el final de sus días, antes que ser tratada como una reclusa.
—Me importas tú, hija querida —susurró su padre, acariciando sus cabellos, viéndola como un maniquí incapaz de mover las articulaciones, como una mujer que debía ser empujada al abismo para acatar un mandato—, pero solo tú —le sonrió con amplitud mientras le pedía a sus esbirros que fueran a vigilar la llegada de sus otros invitados—. Así que te conviene levantarte de ese asiento y caminar sin intentar nada estúpido —la animó a ser una persona obediente por una vez en su existencia—. De lo contrario te irá muy mal —ella ni siquiera se inmutó ante su delicada amenaza y Tetsuhiro supo que tendría que actuar con mayor brusquedad—. Conozco buenos médicos que vendrían en cuestión de segundos —agregó con elocuencia, viendo como el matiz de la soberbia de su hija iba perdiendo fuerza. Ella no era tonta, sabía a qué situación eludía—. Dudo que quieras perder un hijo más —ella parpadeó varias veces y antes de levantarse, musitó un leve ¡púdrete!—. Tan linda y amable como en su juventud.
Y allí estaba, en medio de una habitación iluminada débilmente, con varios hombres atando sus piernas y manos a la silla central, creando marcas rojas en sus manos que tardarían algunos días en desaparecer. Uno de los hombres que acompañaba a su padre peor que su sombra, no dejaba de mirarla, siempre cuidando no intimidarla demasiado, tocarla o hablarle mal, ya que ninguno quería correr la misma suerte de ser asesinado por maltratar a esa mujer.
—¿Estás enojada porque te traje a la fuerza o porque ya no podrás ver a tu vagabundo? —Hiraku emitió un suspiro por el ligero malestar que empezaba a sentir en el vientre—. En serio no vas a decir ninguna palabra —no respondió. No quería tener que gastar sus valiosas palabras en alguien que no consideraba importante—. Bueno, cariño, como te niegas a ser razonable —su padre tronó los dedos y dos de los hombres salieron por la puerta de vidrio, Hiraku, que permanecía sentada mirando una puerta de madera que estaba en la dirección contraria, tuvo la tentación de girar la cabeza, pero se mantuvo inmóvil—. Haré algo divertido que te ayudará a comprender ciertas cosas —Tetsuhiro se puso en cuclillas delante de su hija—. Tu marido consiguió varios amigos que lo ayudaron a encontrar a la bastardita y también tiene ineptos que lo ayudan a vigilarlas mientras salen a fingir que son la madre e hija perfectas, pero verás, para que no informen de tu desaparición, he tenido que traerlos aquí —Hiraku arrugó la frente y no despegó la mirada de su padre, que se puso de pie y dio una orden potente que resonó en esas cuatro paredes—. Hagan que pasen los cuatro amigos.
Hiraku dio un respingo cuando cuatro hombres vestidos completamente de negro, que servían a su padre, ingresaron llevando a rastras a la misma cantidad de sujeto. Ella no pudo evitar sentir que su estómago se revolvía al ver que los que estaban a la merced del demonio, tenían las extremidades inferiores aplastadas, dejando a sus tendones expuestos, mientras la carne sanguinolenta se ensuciaba con el polvo del suelo.