Amando la Muerte

Capítulo 3

 

RAISA

Apenas fallecidos mis padres nos trasladamos a Londres. No tenía amigas y tampoco conocía muy bien el idioma puesto que nací en Francia, así que almorzaba en el jardín, sola bajo un árbol del cual, un día, un gato no pudo bajar.

No sé cómo llegó hasta ahí porque todo el tiempo estuve sentada debajo de sus ramas y fue entonces cuando lo escuché maullar.

Fui en busca de un maestro con el cuál difícilmente pude comunicarme, pero que después de llevarlo a tirones contempló las ramas secas durante un par de minutos, se agachó en frente de mí y lo único que entendí de todo lo que me dijo fue: “Está bien si solo juegas”. Luego tan solo se fue y el gato siguió ahí, maullando, como si no supiera cómo diablos llegó hasta ese lugar.

En mi inocencia me vi en el apuro de ayudarlo por mi propia cuenta. “Baja de ahí”, le repetía, sin comprender por qué el resto de pronto empezó a mirarme con recelo.

No me importó.

Finalmente me las ingenié para subir hasta la rama más alta, y justo antes de alcanzarlo, en frente de mis ojos y entre alguna clase de humo negro lo vi desaparecer.

Desde entonces el resto teme de mí, y yo, del mundo que soy capaz de ver.

Prince no se ha separado de mi lado desde aquel día. Aparece cuando le apetece jugar, tiene ganas de usar mis piernas para dormir, o simplemente se frota para que le acaricie la cabeza.

Leire no sabe acerca de mi problema con los no vivos, tengo miedo de contárselo y conocer su reacción. Es así como aprendí que es mejor ignorarlos pues, si alguno se da cuenta de que yo, una persona viva, puede verlos, no me dejarán en paz hasta conseguir lo que quieren. Como sucede con este gato, que por obvias razones no puedo saber lo que necesita para alcanzar el otro lado.

Otro lengüetazo en el brazo.

Lo empujo, pero entonces me muerde con fuerza y antes de decirle nada, da un gran salto fuera del sofá.

Molesta me levanto, pero antes de dar segundo paso me detengo para contemplar los fragmentos de cristal esparcidos por todo el suelo y debajo de mi pie izquierdo. Levanto el talón y una gota carmesí salpica el suelo.

—Mierda. —Me dejo caer sobre el sofá otra vez mientras veo la manera de extraer el cristal de mi talón. Por suerte no es nada grave.

¿Cómo pudo pasar? ¿De dónde salieron?

Levanto la mirada en busca de una explicación y la encuentro de inmediato. Prince debió botar el vaso mientras dormía, y ¿tengo el sueño tan pesado como para no haberme despertado?

Ese sueño húmedo…

Ahora me siento todavía más asquerosa.

Prince da otro salto, esta vez hasta un aparador, arrojando una pila de libros, acercándose, caminando con sigilo sobre los cristales, esquivándolos con elegancia hasta que se detiene en frente de la gota de sangre, la olfatea, y finalmente lame.

—¡Eso no se hace! —lo regaño, pero me ignora por completo y no se retira hasta que ha terminado de limpiar la mancha.

Veo que su último salto es hacia la ventana abierta. Cualquiera se asustaría por ver a un gato saltar del cuarto piso de un elevado edificio, pero en mi caso no me intranquiliza. Siempre fue así, tan Prince.

Con cuidado extraigo el fragmento de cristal de mi pie, que por suerte no es tan grave, y recurro al baño para limpiar la herida. Luego me deshago del estropicio que hizo mi alma en pena.

Solo por curiosidad es que me acerco a la ventana, y al contemplar hacia la calle medio vacía compruebo que en verdad ha desaparecido. De inmediato mi estómago gruñe, así que decido dejarlo todo como un segundo plano por el momento.

No puedo comer ese plato de pasta fría que dejó mi hermana, pienso que es mejor si voy en busca de algo que sí pueda ingerir frío, como por ejemplo rollitos de sushi California.

En mi habitación encuentro ropa interior nueva, unas zapatillas, de las cuales elijo la izquierda mientras que en el derecho uso un zapato deportivo cerrado. Son distintos, culpa de la herida, pero al menos no me dificulta el caminar. Busco mi teléfono celular en el sofá, tomo la bandeja de comida con el plato de spaghetti, me coloco mis audífonos y salgo de la estancia.

Cierro con llave, recorro un corto tramo del pasillo hasta las escaleras y empiezo a bajar mientras tarareo, en busca de mi canción favorita en mi numeroso playlist.

La campanella de Liszt empieza a sonar cuando la luz sobre mi cabeza remarca el un letrero con la palabra Exit.

La siguiente puerta que conecta a un corto pasillo y a su vez al vestidor, se abre lentamente y sin que la alcance a tocar siquiera, frenándome de lleno.

Me quedo de piedra cuando, con violencia, la silueta de una mujer golpea la puerta todavía a medio abrir y sin vida se desploma a mis pies. Gran cantidad de sangre parece haber brotado de su cuello, habiendo manchado parte de su elegante vestido celeste. Su rostro está arrugado y lleno de venas negras, como si un poderoso veneno hubiera corroído su piel. Pero eso no es todo, justo detrás, un hombre alto y cuyos ojos amarillos irradian peligro permanece de pie. Aquel ser imposiblemente atractivo viste un traje costoso y tiene el cabello oscuro como la obsidiana, lo cual lo hace lucir cual eminencia extraordinaria.

Aquel desliza su lengua lentamente sobre su labio superior, introduciéndome en un lado profanador que me sonroja. Es como un demonio capaz de ver en mi interior, un pecado encarnado, sin embargo, es ese último gesto precisamente es el que me pone a temblar de miedo un segundo después de notar la casi imperceptible salpicadura carmesí que yace en su mano, la misma que dirige hasta sus labios, lamiéndola lentamente.

Las entrañas en la boca de mi estómago se retuercen y trago con fuerza.

No sé cuánto tiempo ha pasado, sin embargo, cuando la puerta se empieza a cerrar es entonces que se percata de mi presencia. Por un mísero instante casi parece sorprendido.




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