Amando la Muerte

Capítulo 7

 

SCOTT

—De continuar así, caerás. Hablé con los supremos y están dispuestos a tomar medidas.

La bruja que acaba de hablar es Arielle. Tiene las alas impresionantemente blancas, pero no menos níveas que su vestido. Su cabello es como la plata diluida y su belleza deslumbrante. Sí, todo en ella es extraordinario, sin embargo para mí ha sido algo así como una espinilla en el culo desde que fui concebido como ángel.

—¿Qué tiene de malo divertirse un poco?

—¿Acaso tú ves lógico que un ángel provoque peleas entre humanos? —reprocha y me encojo de hombros—. Tus alas están completamente negras, ¡a este paso las perderás!

—Exageran. No provoco peleas, tan solo...

Me divierto un poco.

—Escucha, no puedo ayudarte más. Si no muestras intención en cambiar, te quitarán tus poderes.

—¡No pueden hacer eso!

—Claro que pueden. Son Los Supremos y están dispuestos a lo que sea con tal de mantener la paz entre todos.

—¡Son solo peleas minúsculas!

—¿Solo peleas minúsculas? —pregunta indignada—. Para tu disfrute hiciste que dos hombres de cincuenta años de edad, con urticaria en un hospital —recalca—, se tiraran de los calzones hasta que el elástico se rompió.

—Se le dice calzón chino —explico y me mira como si no comprendiera el mismo idioma—. Además, tenían comezón. Les ayudé.

—Hasta las lágrimas. —Hace una pausa sofocante.

—No es mi culpa que se conmovieran tanto.

—Ya madura Scott, ¡tienes diecisiete años!

—¿Sabes?, eso es lo que sucede... Todos ustedes son unos milenarios amargados.

—¡Que no te escuchen decir eso! —comenta ofendida—. ¿Sabes qué?, hablaremos cuando sepa algo más. Hasta entonces... Y no hagas travesuras por favor —pide y levanta vuelo.

—Como digas...

 

Los ángeles son seres físicamente perfectos, encantadores, benévolos, velan por la paz de todos... Sí, sí, todo eso es cierto. El problema con los de arriba es que todo se lo toman demasiado en serio. No hay diversión ni tampoco descanso. Los humanos no saben la suerte que tienen al poder tomar sus propias decisiones.

Desde antes de ser concebidos los ángeles ya tenemos un trabajo. El Soberano junto a Los Supremos, son quienes determinan a qué se dedicará cada celeste que está por nacer.

Existen tres divisiones: la jerarquía suprema, media e inferior. Aunque todos al nacer, hemos sido instalados en la última y jamás he visto ninguna excepción.

Los supremos son solo un puñado de ángeles insustituibles, guiados por la cabeza al mando: El Soberano, único ángel directamente tratado por Todopoderoso. El Soberano, por reglamento jurado, no puede decir nada al respecto, ni siquiera comentar cuál es la verdadera apariencia de Todopoderoso. La marca que distingue a esta jerarquía son tres aros entrecruzados.

Entre la jerarquía media, cuyo símbolo en cambio es una trompeta, se encuentran celestes como Arielle, y son delegados a cada ángel de la jerarquía inferior (los novatos) para entrenarlo, guiarlo, y dirigirlo. Suelen decir que es un trabajo difícil, pero sinceramente no lo creo.

Por último estamos quienes, de hecho, somos los encargados de proteger a los humanos y luchar contra demonios, por eso nuestro distintivo es una espada. En esta división nosotros, los novatos, decidimos si quedarnos a pelear como guerreros experimentados, damos todo nuestro esfuerzo para ascender cual mariposa a la jerarquía media, o terminamos condenados para toda la eternidad como ángeles caídos.

Aunque nos encontramos en diferentes jerarquías, todos tenemos algo en común: antes fuimos humanos, pero no tenemos recuerdos de lo que fueron nuestras vidas en la tierra.

Y como se habrán dado cuenta, yo no voy precisamente por el buen camino. Pero es que todo esto me parece estúpido. Es como trabajar eternamente protegiendo a desconocidos. No hay nada divertido en eso.

—Esto apesta...

Desde la parte más alta en Leinster Gardens admiro las vistas impresionantes que ofrece Londres durante la noche, en busca de seres oscuros que tienten contra cualquier pobre e indefenso humano, pero como siempre que busco, no encuentro nada. Para mi suerte jamás he tropezado con ningún demonio.

No muy lejos de mi posición el cielo se enciende por lo que parecen ser juegos pirotécnicos, y justo por debajo un ángel diminuto corre a prisa sobre la avenida, rebasando la cadena de restaurantes cerrados que siempre llamaron mi atención. Jamás he probado alimento de humano.

Al verla de mejor manera admito que me he equivocado, ella no es un ángel, pero aunque posee el físico para ser confundida con uno, es un simple humano nada más.

No tiene alas, tampoco la marca en el brazo que distingue cada jerarquía. Viste una bata blanca, es delgada, muy pequeña, está descalza, y su largo cabello cobrizo ondulado se revuelve en el aire con cada zancada que da.

Parece huir de algo, tiene mucha prisa, casi como si su vida dependiera de ello. Pero aunque veo al final de la calle no hay nadie más, tan solo está ella, corriendo como un maniático en dirección a un callejón sin salida. Y está tan ensimismada que ni siquiera se percata del par de hombres que desde las sombras la asechan, hasta que, finalmente, se anteponen a su paso.

—Solo quiero pasar —suplica ella.

Por favor, ¿en verdad cree que con decir eso la dejarán pasar?

—Vamos princesa, solo queremos divertirnos —dice uno.

Si hay algo que odio, eso es el abuso.

Molesto me veo en la obligación de intervenir, y me toma cuatro segundos propinarles una lección.

—¿Qué cosa eres? —Su voz es lo más parecido a un cascabel: serena, casi inaudible.

Cuando la miro de soslayo sus ojos aceituna me toman por sorpresa.

—¿Cómo? ¿Acaso puedes verme?

—Yo... No... No puedo... —Espantada retrocede y poco después echa a correr.




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