RAISA
Después de que mis padres fallecieran, nos mudamos a Londres. No tenía amistades y tampoco dominaba bien el idioma, ya que nací en Francia. Solía almorzar sin compañía en el jardín, bajo un árbol, del cual un día un gato quedó atrapado. Todavía no sé cómo llegó hasta allí, puesto que pasé bastante tiempo en ese lugar, pero de repente lo escuché maullar.
Busqué a un maestro con el cual difícilmente pude comunicarme. Después de llevarlo a tirones, observó las ramas secas durante un par de minutos, se agachó frente a mí, y lo único que entendí de todo lo que me dijo fue: «Está bien si solo juegas». Se marchó y el gato continuó allí, maullando, como si él tampoco supiera cómo diablos llegó hasta ese lugar.
En mi inocencia me vi en el apuro de ayudarlo por mi propia cuenta. «Baja de ahí, gatito», le repetí, sin comprender por qué el resto de pronto empezó a mirarme con recelo. Tampoco le di mucha importancia.
Finalmente, me las ingenié para subir hasta la rama más alta, y justo antes de alcanzarlo, en frente de mis ojos y entre alguna clase de humo negro, desapareció.
A partir de entonces el resto teme de mí, y yo, del mundo que soy capaz de ver.
Prince no se ha separado de mi lado desde aquel día. Aparece cuando le apetece jugar, le nace usar mis piernas para dormir, o simplemente se frota contra mí. Escuché que los gatos hacen eso para marcar su territorio, dejando su aroma impregnado en ti.
De la forma que sea, tiene un humor bastante particular. Detesta que lo toque, la mayor parte del tiempo no teme mostrar su irritación por todo lo que le rodea, y, por supuesto, así como ahora, cuando me mira con esos ojos amarillos durante mucho tiempo y lo noto, tiendo a ponerme nerviosa. ¿En qué estará pensando?
Leire no sabe acerca de mi problema con los no vivos, tengo miedo de contárselo y conocer su reacción. De esta manera aprendí que es mejor ignorarlos, pues si alguno se da cuenta de que yo, una persona viva, puede verlos, no me dejarán en paz hasta conseguir lo que quieren. Como sucede con este gato, que por obvias razones no puedo saber lo que necesita para alcanzar el otro lado.
Un nuevo lengüetazo en el brazo. Lo empujo, me muerde con fuerza, y da un salto fuera del sofá.
Me levanto con la intención de echarlo, pero antes de dar un segundo paso, me detengo para contemplar los fragmentos de cristal esparcidos por todo el suelo y debajo de mi pie izquierdo. Levanto el talón, y una gota carmesí salpica los tablones lacados.
Suelto un improperio mientras me dejo caer sobre el sofá otra vez. Pronto, encuentro la manera de extraer el cristal de mi talón. Por suerte no parece nada grave.
¿Cómo pudo pasar? ¿De dónde salieron?
Levanto la mirada en busca de una explicación, y la encuentro de inmediato. Prince debió botar el vaso con agua mientras dormía, y ¿tengo el sueño tan pesado como para no haber despertado por el ruido?
De nuevo me siento asqueada al recordar lo que sentí entre sueños. Es un gato, por el amor de Dios.
Prince da otro salto, esta vez hasta un aparador, arrojando una pila de libros de recetas de cocina al suelo. Se acerca con sigilo, deslizándose con extremo cuidado sobre los cristales, esquivándolos con desenvoltura hasta detenerse en frente de la gota de sangre. La olfatea, y finalmente lame.
—¡Eso no se hace! —lo regaño, pero me ignora y no se retira hasta que ha terminado de limpiar la mancha.
Normalmente los gatos no hacen algo como eso, pero claro que este no es un animal común y corriente.
Su último salto es hacia la ventana abierta. Cualquiera se asustaría al ver a un gato brincar del cuarto piso de una elevada edificación, pero en mi caso no me intranquiliza. Siempre fue así, tan Prince.
Con cuidado extraigo el fragmento de cristal de mi pie, y recurro al baño para limpiar la herida. Luego me deshago del estropicio que hizo mi alma en pena.
Tan solo por curiosidad me acerco a la ventana, y al contemplar hacia la calle medio vacía, compruebo que ha desaparecido en verdad.
Mi estómago gruñe, así que decido dejar al gato como un segundo plano, de momento.
No puedo comer la pasta fría que me ofreció mi hermana, pienso que es mejor si voy en busca de algo que sí pueda ingerir en su estado templado, como por ejemplo, rollitos de sushi California.
En mi habitación, encuentro ropa interior nueva, pantalones de chandal y una sudadera. Elijo unas zapatillas abiertas que no me dificultarán caminar con la herida. Busco mi teléfono celular en el sofá, tomo la bandeja de comida con el plato de espagueti, me coloco mis audífonos y salgo de la estancia.
Cierro con llave, porque es importante, y Leire me matará si se entera que lo olvidé.
Recorro un corto tramo por el pasillo hasta las escaleras, y empiezo a bajar mientras tarareo en busca de mi canción favorita en mi numerosa lista de reproducción.
La campanella de Liszt en violín, empieza a sonar cuando la luz sobre mi cabeza remarca un letrero con la palabra Salida.
En el corto pasillo donde se encuentra el ascensor, justo antes de llamarlo, la puerta se abre lentamente con un sonido de campana, deteniéndome en seco. La silueta de una mujer golpea la puerta todavía a medio abrir, y se desploma a mis pies.
Contengo el aliento mientras retrocedo.
Creo que está muerta. Su palidez no es normal. Tampoco se mueve.
Gran cantidad de sangre parece haber brotado de su garganta, manchando el cuello de su elegante vestido celeste. Tiene la piel del rostro arrugado e inundado en venas negras, como si un poderoso veneno hubiera corroído su cuerpo. Pero eso no es todo. Justo detrás, un hombre alto, de ojos amarillos que irradian peligro, permanece de pie. Su mirada amenazante, su rostro impasible.
Aquel ser imposiblemente atractivo de piel pálida, viste un traje de apariencia costosa. Su cabello, oscuro como la obsidiana, enmarca un rostro enigmático y seductor. Su aura es una combinación de elegancia y ferocidad.
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Editado: 23.04.2025