Amando la Muerte

Capítulo 07

SCOTT

—De continuar así, caerás. Hablé con los Supremos, y están dispuestos a tomar medidas —me advierte Arielle. Tiene las alas tan blancas que molesta verlas durante demasiado tiempo, y no son menos puras que su vestido largo. Su cabello es igual que la plata diluida, y su belleza deslumbrante. Todo en ella es extraordinario, sin embargo, para mí ha sido como una espinilla en el culo desde que fui concebido como ángel.

—¿Qué tiene de malo divertirse un poco?

—¿Acaso tú ves lógico que un ángel provoque peleas entre humanos? —amonesta, y aquí vamos de nuevo—. Tus alas están completamente negras. A este paso las perderás.

—Exageran. No provoco peleas, tan solo…

Me divierto un poco.

—Escucha, no puedo ayudarte más. Si no muestras intención en cambiar, te quitarán tus poderes.

—No pueden hacer eso.

—Claro que sí —asegura—. Son los ángeles Supremos, y están dispuestos a lo que sea con tal de mantener la paz.

—Son solo peleas minúsculas.

—¿Eso piensas? —pregunta indignada—. Para tu disfrute, hiciste que dos hombres de cincuenta años de edad, con urticaria en un hospital, se tiraran de la ropa interior hasta que el elástico se rompió.

—Se le llama calzón chino —explico, y me mira como si no comprendiera el mismo idioma—. Tenían comezón. Tan solo ayudé un poco.

—Hasta las lágrimas. —Hace una pausa sofocante.

—No es mi culpa que se conmovieran tanto.

—Madura, Scott. Tienes dieciocho años.

—Eso es lo que sucede. Todos ustedes son unos milenarios amargados.

—¡Que no te escuchen decir eso! —comenta ofendida—. ¿Sabes qué?, hablamos luego. Hasta entonces. Y no hagas travesuras, por favor —pide y levanta vuelo.

—Como sea.

Los ángeles son seres físicamente perfectos, encantadores, benévolos y velan por la paz de todos. Eso es cierto. El problema con los de arriba, es que se toman cada cosa con excesiva mesura. No hay diversión ni tampoco descanso. Los humanos no saben la suerte que tienen al poder tomar sus propias decisiones.

Desde antes de ser concebidos, los ángeles ya tenemos un trabajo. El Soberano, junto a los Supremos, son quienes determinan a qué se dedicará cada celeste que está por nacer.

Existen tres divisiones: la jerarquía Suprema, Media e Inferior. Aunque todos, al ser concebidos, hemos sido instalados en la última y jamás he visto ninguna excepción.

Los Supremos son solo un puñado de ángeles insustituibles, guiados por la cabeza al mando: El Soberano, único celeste directamente tratado por El Creador. La marca que distingue a esta división son tres aros entrecruzados.

En la Media, cuyo símbolo es una trompeta, se encuentran los celestes como Arielle, y son delegados a los ángeles de la división Inferior para entrenarlos, guiarlos, y dirigirlos. Suelen decir que es un trabajo difícil, pero yo no lo creo.

Por último, estamos los de la Inferior. Somos los encargados de proteger a los humanos y luchar contra demonios, por eso nuestro distintivo es una espada. En esta división, los novatos decidimos si quedarnos a pelear como guerreros experimentados, dando nuestro mejor esfuerzo para ascender a la jerarquía Media en algún punto; o terminamos condenados como ángeles caídos para la eternidad.

Aunque pertenecemos a diferentes divisiones, todos compartimos una característica: fuimos humanos antes. Pero carecemos de recuerdos de nuestras vidas en la tierra.

Estoy consciente de que no me dirijo por el buen camino, porque todo me resulta estúpido. No hay nada divertido en trabajar protegiendo a desconocidos. ¿Qué gano yo con eso? Ya aprendí que ni siquiera las gracias. Incluso el hombre ha perdido la fe con el paso de las décadas, y seguirá siendo de ese modo.

Desde la parte más alta en Leinster Gardens, admiro las vistas impresionantes que ofrece Londres durante la noche, en busca de seres oscuros que tienten contra cualquier ser humano, pero no encuentro nada. Para mi mala suerte, jamás he tropezado con ningún demonio.

No muy lejos de mi posición, el cielo se enciende a causa de la pirotecnia, y justo por debajo, un ángel diminuto corre de prisa sobre la avenida, rebasando la cadena de restaurantes cerrados que siempre llamaron mi atención. Jamás he probado el alimento de los humanos.

Al verla de mejor manera, admito que acabo de cometer un error. Ella no es un ángel, y aunque posee el físico para ser confundida con uno, es un simple mortal.

No tiene alas, tampoco la marca en el brazo que distingue cada jerarquía. Viste una bata blanca, es delgada, muy pequeña, está descalza, y su largo cabello cobrizo ondulado se revuelve en el aire con cada paso.

Parece huir de algo. Pero aunque veo hacia el final de la calle, no hay nadie más. Tan solo está ella, corriendo como una loca directo a un callejón sin salida. Luce tan ensimismada, que ni siquiera se percata del par de hombres que, desde las sombras, la asechan hasta que consiguen anteponerse a su camino.

—Solo quiero pasar —suplica ella.

Por favor, ¿en verdad cree que con decir eso, la dejarán seguir?

—Vamos, princesa. Solo queremos divertirnos —dice uno.

Si hay algo que odio, eso es el abuso.

Me veo en la obligación de intervenir y propinarles una lección. No me toma más de 8 segundos. Nuevo récord.

En mi primer intento, uno de los hombres se desploma de lleno en el contenedor de basura, donde sin duda pertenece.

—Enceste perfecto.

—¿Qué eres tú? —La voz de esta chica es casi inaudible, pero tiene un efecto dulce y electrizante. Casi igual que un escalofrío. Sin darme cuenta, estiro los músculos del cuello como si buscara aliviar una presión repentina.

No sirve de mucho.

Al observarla de reojo, sus ojos color aceituna me toman por sorpresa, escudriñando cada centímetro de mi presencia.

—¿Puedes verme? —Mi pregunta parece sacarla del trance. Su garganta, larga y pálida, traga saliva con tal fuerza que mis ojos se enfocan en ella de manera instintiva.




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