Amando la Muerte

Capítulo 09

RAISA

Sentada en el suelo de mi pequeño balcón, resguardada de las miradas indiscretas que podrían espiar desde el jardín o asomarse desde la habitación contigua, me encuentro abrigada por una frazada de lana, leyendo un libro de romance un tanto subido de tono que me tiene enganchada. Cierro los ojos y en mi mente compongo al personaje principal.

Tengo una costumbre arraigada: sin importar el libro que lea, siempre lo imagino igual. Es como si mi mente insistiera en esculpirlo con los mismos rasgos: atlético, alto, con cabello negro como el carbón, ojos que reflejan la profundidad de la obsidiana, afilados y llenos de secretos, una sonrisa enigmática que esconde más de lo que revela... Es como si fuera un muñeco que oculta en su interior un universo de oscuridad, aunque en la historia sea retratado como un príncipe ejemplar, imbuido de buenos modales y encanto superficial.

Y ¿cómo se apreciarían esas manos suyas explorando cada curva de mi cuerpo?

Por un instante, me veo como el objeto de su afecto, la protagonista de esta historia que descansa sobre mis piernas, mientras su toque traza senderos de… ¿qué se supone que debo esperar?

Desplazo la mano hasta mis pantalones cortos, con la yema de mi dedo rozo mi feminidad y doy un salto cuando la puerta a mi lado se abre.

—¿Piensas pasar todo el día en tu casa? —pregunta el ángel. Acabo de sufrir un mini infarto.

Con un sobresalto, levanto la frazada que me cubre hasta el cuello, y el libro casi cae al vacío desde el borde del balcón; apenas logro detenerlo con el pie. Con gesto de reprobación, clavo la mirada en el culpable, quien, en vez de disculparse, observa mi pierna con gesto perplejo.

Al igual que Prince, este tipo se ha pegado a mí desde la mañana. Le pedí un momento a solas, pero ni siquiera fue capaz de permanecer veinte minutos en mi habitación. Y ahora que lo pienso, ¿masturbarse se considera un pecado?

—¿Qué te pasa? —pregunta, examinándome como si fuera alguna clase de enfermedad con piernas—. ¿Te sientes bien?

—Perfecta —respondo entre dientes, odiando el calor que se me agolpa en las mejillas.

Rápido alcanzo el libro, e intento concentrarme en sus páginas una vez más. ¿En dónde me había quedado?

—¿Por qué no salimos un rato?

—Mi hermana me tiene prohibido dejar el hotel ante cualquier circunstancia —notifico.

—¿Sobreprotectora?

—De todas formas, no me gusta salir.

—Y tan solo te la pasas leyendo. ¿De dónde sacaste ese libro? —Parece interesado, y no comprendo la razón. Casi me produce curiosidad conocer el motivo.

—La biblioteca. Tomo prestado alguno de camino a casa.

—Pero qué vida más aburrida. —Su ilusión acaba de esfumarse.

—Es gracias a los libros que puedo escapar de la realidad y vivir cientos de vidas más. Y tú, ángel, ¿cuántas has vivido? Lo miro de reojo, y sé que se está planteando una respuesta.

—Dos —responde después de un largo rato.

—¿Dos?

—Antes fui humano y ahora... Deja de llamarme Ángel, mi nombre es Scott.

—¿Te incomoda ser lo que eres ahora, Scott? —cuestiono.

Sus ojos se abren un poco más durante breves segundos, y el tono grisáceo parece más oscuro de lo normal a estas horas de la tarde. Son hermosos, casi como dos bolas de cristal empañadas en un día húmedo y lluvioso.

—Eso es lo que pensaba, hasta que noté que tu vida es todavía más aburrida que la mía. —Suspira pesadamente, se acerca al barandal del balcón, y contempla el cielo encendido en un ópalo rojizo. Su perfil iluminado por la luz cálida es precioso, aunque también conserva un rastro oscuro y cruel. Será la imagen que tengo graba de él después de nuestro par de encuentros. Durante los últimos días, he conocido criaturas escalofriantemente atractivas. Pero aunque Scott dice ser un ángel, tiene un aspecto rebelde y un terrible carácter.

Parecía que los errores no eran exclusivos de los humanos, dado que lo habían enviado a él, un ser bíblico sin poderes. O tal vez, mi vida ya estaba suficientemente jodida como para que enviaran a otro de sus poderosos guerreros a perder el tiempo conmigo.

—Yo pienso que es increíble —comento.

—¿El qué?

—Ser un ángel. Desde siempre pensé que llevar alas significaba libertad, como las aves que pueden surcar los cielos a su antojo. Tú las posees, y por tanto, eres libre.

—No tienes noción... —resopla con amargura, esbozando una sonrisa lacónica.

—¿En serio?

—Para nada. Si estuviera realmente libre, no estaría aquí, atrapado en la misma jaula que tú.

Se hace un silencio que me esclarece, Scott no está conmigo por voluntad propia, así como también me pone al tanto de los pasos que cruzan la puerta de mi habitación.

Suelto el libro, y todavía envuelta en la frazada, me pongo de pie y me apresuro a entrar.

Leire observa a su alrededor antes de preguntar:

—¿Hay alguien más del instituto aquí? —Su perfil iluminado por la luz amarillenta de mi lámpara tan solo. Las sombras duras le acentúan los rasgos delicados, tornándolos salvajes.

—No.

—¿Con quién hablabas entonces? —Por un momento parece captar movimiento, pero aparentemente no registra a quien le cuesta desplazarse por mi habitación debido a sus magnánimas alas. Instantes después, Scott se acomoda entre la oscuridad concentrada en una esquina con una mueca. Si no está empujando todo con sus plumas, es porque tampoco tengo muchas posesiones, solo lo esencial.

—Conmigo misma —contesto, encogiéndome de hombros, y es incómodo. Siento como si realmente tratara de ocultar la presencia de Scott.

¿Lo hago?

—¿No es la gente muerta de la que me hablaste el otro día? —pregunta Leire mientras relajada toma asiento en la orilla de mi cama.

Scott pasa a contemplarme sorprendido. El cambio en su expresión es casi salvaje en medio de la penumbra y apenas lo descifro. No quería que supiera de esto, pero vaya que le tomó menos tiempo del planeado el enterarse.




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