RAISA
Esta tarde, al regresar del instituto, me dirijo a la piscina situada en la parte trasera del hotel. El área es un oasis de tranquilidad, con un hermoso jardín adornado con fuentes que escupen agua, árboles bien podados y césped impecablemente verde. Flores coloridas en macetas, senderos de piedra y bancos de madera añaden encanto al entorno, mientras sombrillas cubren las tumbonas. No puedo negar que disfruto mucho de las vistas que el Hotel Arcadia de cinco estrellas ofrece. Leire y yo tenemos suerte de vivir aquí, rodeadas de tanta belleza y serenidad.
El sol aún brilla, y una brisa otoñal refrescante sopla con suavidad. Londres se está transformando en una ciudad de tonos ocres y dorados. Las hojas secas de los árboles son arrastradas de un lugar a otro por el viento. Pronto, las temperaturas oscilarán entre los 10 y 19 grados. Extrañaré el verano. No me agrada el frío. En invierno, paso el tiempo temblando.
La gente quiere aprovechar el buen clima antes del cambio, por lo cual, el jardín trasero del hotel está lleno. Muchos huéspedes están aquí, la gran mayoría, recostados en las tumbonas de madera. Otros ocupan las mesas mientras ingieren algún platillo, y el resto se sumergen en la piscina.
Lejos de todo lo que ha pasado durante los últimos días, debo volver al trabajo. Antes, avanzo hasta el restaurante adyacente a la piscina y examino los fabulosos platillos. Pese a que almuerzo en el instituto, es normal que llegue a casa muerta de hambre.
El hotel cuenta con tres restaurantes tipo bufé. Uno de ellos, ubicado en el segundo piso, ofrece las tres comidas diarias con alimentos balanceados y está incluido en la estadía para todos los huéspedes. Otro, situado junto al lobby, presenta un menú rotativo: platos típicos londinenses los lunes, comida mexicana los martes, cocina árabe los miércoles, especialidades orientales los jueves y una variedad de carnes a la parrilla los viernes. Este restaurante tiene un costo adicional.
Por último, está mi favorito, ubicado junto a la piscina. Ofrece snacks, bebidas ilimitadas, y una amplia selección de comida rápida, sin costo extra. Leire me tiene prohibido venir aquí por razones obvias.
Vigilo mis alrededores y, al no encontrar ningún empleado del hotel, me apresuro a tomar un plato. Es una suerte que esté vacío, aunque tampoco es extraño, considerando que los huéspedes tienen mucho dinero y prefieren pagar más libras por un platillo gourmet que, en lo personal, no me llenaría ni la cuarta parte del estómago. Aunque admito que el sabor de cada plato costoso es de otro mundo. He probado muchos gracias a Leire, y ninguno me ha decepcionado hasta ahora.
—Algo me dice que estás a punto de romper las reglas —comenta Scott, poniéndome de los nervios, pero la diversión brilla en sus ojos.
—Cállate.
Alcanzo un trozo de pizza, luego tomo otro, y repito el proceso hasta que se transforma en un edificio de harina horneada y tomate de cinco pisos.
—Tu balance nutricional no es sano.
Salgo del establecimiento, ignorando su broma.
Entro en los vestidores de mujeres, dejo caer mi mochila junto a los casilleros de madera, asiento mi plato en la banca a mis espaldas y deslizo la llave que abre la puerta con el número 23. Empiezo por quitarme los zapatos, tomo el filo de mi blusa, pero entonces me detengo. Scott ha entrado conmigo, el muy descarado. Se encuentra a mis espaldas, demasiado cerca. Sus ojos grisáceos, de repente más oscuros, me miran con atención cuando volteo. Aunque tenga sus alas en este momento, no parece entender lo que significa privacidad.
—¿Qué hacen los ángeles en esta situación?
—Lo mismo que yo: nada —contesta con simpleza—. A menos que necesites de mi ayuda, algo que tampoco estoy dispuesto a ofrecer.
—Qué sorpresa.
—¿La quieres? —Un brillo extraño oscurece sus ojos aún más, llevándolos al borde de algo sombrío.
—Por supuesto que no. ¿Ustedes tan solo… se quedan viendo y ya?
Asiente, como si no le interesara. O quizá solo finge indiferencia. No puede ser que realmente no le importe. A mí no me gusta la idea de que me vea desnuda.
—Largo.
—No pienso dejarte.
Casi me rio de su cinismo, pero no le recordaré las veces que se apartó de mí. Es lo que él desea.
—No me quitaré la ropa contigo aquí, y lo sabes.
—Bien. A nadie le importa que te metas al agua con ese... curioso uniforme. —Me sigue observando, esta vez con una comisura más elevada que la otra y un brillo peculiar en su mirada.
—Ya vete —resoplo irritada.
—No puedo alejarme, ¿lo olvidas? —Cuando su sonrisa se amplía, no logro saber si bromea o está hablando en serio—. Escucha, si hay algo de lo que menos debes preocuparte, es que sienta atracción hacia ti. Nunca sucederá, empezando porque nos lo tienen prohibido.
—¿Desde cuándo tú te aferras a las reglas?
Eleva una ceja, y tarde me doy cuenta de lo que dije sin pensar.
—¿Por qué piensas que sigo aquí? —Su voz suena más ronca cuando susurra—. Yo no hice las reglas, así que, ¿por qué debo cumplirlas?
Scott es un cavernícola, no un ángel.
—Ya. —Me acerco—. Deja de bromear.
Las veces que me cambié de ropa en mi habitación, jamás tuvimos esta discusión al respecto. Él me dio privacidad. ¿Por qué ahora se niega a marcharse?
—Creí que eras santurrona, pero me equivoqué. Acabas de apoyarme en mi elección de romper las reglas.
—Jamás hice algo parecido. Ahora, fuera de aquí.
Presiono mis manos contra su pecho, intentando moverlo, pero es como si me enfrentara a un muro, sólido y reconfortante...
Ambos desplazamos la mirada hacia mis manos en contacto indirecto con su piel.
Silencio, uno tan incómodo que me sonroja.
Tomo distancia y aparto la mirada.
—Me daré la vuelta y contaré hasta treinta. Más te vale haberte cambiado cuando termine —dice y me da las espaldas.
—Eso no sucederá.
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Editado: 19.05.2025