RAISA
Mis manos se aferran al alambrado con desesperación, los nudillos blancos por la fuerza. Mis dientes castañetean mientras el frío se instala en mis huesos, un contraste brutal con el magma que empieza a consumir el campo de a poco. Las grietas escupen fuego, pero lo que está fuera de su alcance se congela: los graderíos, las plantas, los árboles... y yo.
El aire frío trae consigo algo más que el dolor físico. Son los recuerdos. Oscuros, agónicos, llenos de gritos que me perforan la mente. Revivo el sufrimiento que una vez creí parte de la normalidad en el infierno. Recuerdo ser una niña pequeña, asustada y atrapada. Mi padre decía que lo hacía para protegerme, pero en esa prisión solo tenía soledad. Entonces los creé: cuatro figuras que reflejaban el tormento que vivía, seres imaginarios que me daban una forma de consuelo. Pero siempre, más que a los demás, mi mente volvía a él: Prince, el más cautivador de mis creaciones. Comprendo ahora la razón de mi atracción, incluso tras haber perdido su memoria, por qué nunca pude verlo como un ser cruel.
El suelo bajo mis pies se sacude, las grietas se ensanchan. No quiero volver al infierno. Mi cuerpo tiembla, pero no es solo por el frío. La presencia de Samael, su imponente mirada fija en mí, me paraliza.
Retrocedo, chocando contra el pecho de Drac.
—No dejes que me lleve —murmuro, la voz quebrada. Mis dedos se aferran con desesperación a su brazo, en busca de apoyo—. No quiero regresar.
Drac me envuelve con fuerza, en un gesto protector. Aun así, no encuentro el alivio que necesito. Mi mente viaja a Scott, a su rostro decepcionado.
—No regresarás, te lo prometo —me dice, su voz grave pero suave. Alzo la mirada, con lágrimas asomando en mis ojos.
—Llévame con Prince —le ruego, mi voz temblando. Un relámpago ilumina su rostro confundido.
—¿Qué...? —Drac me observa, pero antes de poder responder, el suelo a nuestros pies se resquebraja con un crujido terrible. Una grieta se abre, y de ella surgen manos sombrías, desesperadas, intentando trepar por las paredes como serpientes. Retrocedemos, y yo ahogo un grito al escuchar una voz, profunda y resonante, llamándome desde las entrañas de la tierra, desde el campo.
—¡Raisa! —resuena por todas partes, obra de Samael.
Y allí, del otro lado del campo, surge entre las llamas incandescentes una figura que reconozco al instante. Un gato negro atraviesa el fuego, dejando detrás a ese hombre de aspecto elegante que apenas se ha movido.
—Prince... —murmuro sin aliento, separándome de Drac. Mi cuerpo se mueve solo, buscando la manera de cruzar hacia él. Tengo que llegar a él. Siempre fue la única opción, ahora lo recuerdo. Pero las manos sombrías reptan por el suelo, alzándose para atraparme, obligándome a retroceder de nuevo.
—Vuelve a casa, Raisa —la voz de Samael retumba dentro de mí, profunda. Levanto la mirada y noto la manera en la que el firmamento comienza a fracturarse. Los truenos quedan atrapados en esas fisuras, estallando en el aire como fragmentos de vidrio roto. De las grietas cegadoras descienden ángeles, figuras radiantes con enormes alas, portando espadas relucientes como cristal.
—¡Capturen a la Luz de Dios! —ordena uno de ellos, contemplándome mientras más ángeles caen en picado, y como productos de nuevos rayos que golpean la Tierra.
—¡Prince! —grito, desesperada. Sin embargo, él no me oye. Está ocupado, al igual que River, que no sé en qué momento llegó, pero que arroja a un ángel hacia las profundidades con una patada certera. Samael, por su parte, ha comenzado a luchar contra un grupo de celestes que lo atacan sin descanso.
En ese instante, una mano agarra mi brazo con fuerza. Volteo.
—¿Drac? ¡Déjame ir con él! —le grito, intentando zafarme.
—No podemos pasar —me dice con urgencia, señalando los chorros de lava que ahora brotan de las grietas, rociando a los ángeles que intentan acercarse—. Samael te protege —añade, pero su mirada se pierde en la distancia.
Y entonces lo veo. Una sombra oscura desciende veloz desde el cielo. No es un ángel, pero las grandes alas negras que se extienden a sus costados son muy particulares. El aire se me escapa de los pulmones cuando la figura se abalanza sobre Drac, lanzándolo lejos de mí.
Un grito se me atasca en la garganta. El cuerpo de Drac impacta contra el alambrado, y antes de que pueda reaccionar, cae por una de las grietas ardientes. En cuestión de segundos lo pierdo de vista.
El muchacho alto, con gracia aterriza y se detiene frente a mí, a una distancia prudente. Su cabello castaño rojizo se encuentra desordenado, y sus alas negras se extienden como estacas filosas hacia el cielo. Su piel pálida contrasta con los diseños oscuros que se retuercen bajo su piel, como tatuajes vivos.
—Creciste bien, Raisa —murmura, avanzando con pasos calculados hasta encontrarse cerca, inclinando la cabeza para observarme con atención. Sus ojos, que al principio son grises, palpitan y se oscurecen, volviéndose dos esferas negras, salvajes. Es como ver a una bestia oliendo su presa, dudando entre devorarla o hacerla huir.
—¿Scott? —murmuro, aturdida.
—No, muñeca. Calev —corrige, con una sonrisa sombría que revela dos filas de colmillos afilados.
Al instante, un dolor insoportable me atraviesa en el vientre, y el tiempo parece detenerse. Mis ojos se nublan y, al desprenderme de su mirada, los dirijo hacia abajo, solo para encontrar su mano profundamente incrustada en mi abdomen. La sangre empapa mi ropa con rapidez, mientras las sombras se desatan a mi alrededor, arrastrándose como criaturas salvajes, desmembrando ángeles con una furia incontrolable.
—¿Qué...? —Trato de hablar, pero mi voz se apaga.
Él me observa con esa sonrisa oscura. No es Scott. Ahora lo sé. Él no me haría algo como esto, ¿verdad?
—Creaste monstruos que jamás podrás controlar. Eres débil. Una simple humana con poderes extraordinarios, pero manipulable. Yo no serviré a alguien así.
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Editado: 02.07.2025