Lo más extraño del calor humano, es que lo hechas de menos cuando dejas de sentirlo. Después de siglos, ni siquiera recuerdas cómo se siente sentir el calor del otro.
Las olas del mar chocan con la ribera de forma estrepitosa, señal de que se acerca una tormenta que haría que los pequeños barcos pesqueros desaparecieran y, con ellos, su tripulación.
También es nuestra señal para huir.
—Toma tus cosas, Ele, nos vamos de este horrendo lugar. — Me indica Elizabeth, agarrando unas piezas de ropa y echándolas en un bolso que estaba escondido en una esquina de la habitación.
—¿Qué? ¿Por qué? —Increpó, aunque ya sabia la respuesta.
—Tu hazlo. Este lugar se ha vuelto…aburrido.
—Sabes que no es una razón valida, madre…
—¡Hazlo! —grito, sin darme la oportunidad de replicar.
Quise seguir protestando, pero ya sabia la lamentable verdad. Jamás podría ganarle a ella, mi creadora, la musa de mis pesadillas, la carga mas pesada que he llevado a lo largo de estos doscientos años.
Cada paso que doy alrededor de mi habitación, cada vez que recojo mi ropa y la echo en el pequeño bolso, los recuerdos de mi primera vida regresan a mi mente. Una y otra vez. Ha sido una danza que mi mente evoca siempre que puede. Supongo que para que recuerde que, en algún punto de mi existencia, fui humana.
Nací en un pequeño pueblo al sur de lo que hoy se conoce como Pensilvania, en 1825. Mi madre, mi verdadera madre, murió de tuberculosis cuando yo tenia cinco años. Ningún familiar quiso hacerse cargo de mi bienestar, por lo que estuve deambulando de un lugar a otro por la calles, hasta que una mujer me tuvo compasión y decidió llevarme con ella. Me convertí en su sirvienta personal a los nueve años, sin embargo, me trataba con delicadeza como una pequeña flor que requiere de agua y luz solar para florecer. Pero toda esa bondad que me demostró tenía un costo. Uno muy alto para mí.
Elizabeth Webb, mi salvadora, se convirtió también en mi verdugo.
—¿Cuántos años cumpliste, Eleanor? —pregunto en una ocasión, cuando la estaba bañando. Su cabello rizado y rojo daban un reflejo interesante a la luz de las velas. Ella era una belleza exótica; todo en ella gritaba que la mirasen.
Yo recién acababa de cumplir los diecisiete años. Mi desnutrición había provocado estragos con mi físico, al punto en que no me había desarrollado de forma adecuada, a diferencia de otras jóvenes de mi edad.
—Diecisiete, señorita.
—Diecisiete…—suspiro—…posiblemente, ella hubiese sido igual de bella que tú.
No sé por qué, pero algo en su tono me hizo verla con cierta compasión. No solía hablarme de su pasado, apenas y sabía que venía de la gran ciudad escapando de unos malhechores, pero el tono melancólico en su voz logro que mi corazón se encogiera.
—¿Ella? ¿Quién? —pregunté, sin esperar una respuesta.
Elizabeth suspiro y, en un pequeño susurro, dijo: —Mi hija.
En ese momento no quise seguir indagando. Era su vida, no me tendría que importar. Sin embargo, al día siguiente a esa conversación, ella me llamo a su despacho.
—Eleanor ¿tu crees en lo paranormal? —ella estaba viendo el jardín por el gran ventanal. Era un día tranquilo, las nubes que surcaban en el cielo gris anunciaban que una tormenta se avecinaba.
—¿Fantasmas?
—Fantasmas, seres mitológicos…, vampiros…¿crees?
—Supongo que sí, señorita.
—¿Supones? —increpó, viéndome de forma incrédula.
—No he visto a ninguno. Me es difícil creer en algo que no veo, señorita.
La risa que me dio después se sintió irreal. Era dulce, pero también algo áspera. Se acerco a mi de forma rápida, con una picara sonrisa en sus delicados labios.
—Si lo vieras, ¿Qué harías?
—Huir, señorita. —respondí, sin titubear.
—Interesante respuesta.
—Es lo mas lógico, señorita. Nadie se queda donde hay peligro de muerte.
—¿Y si no es la muerte lo que se te ofrece? ¿Si es una nueva oportunidad de vida?
—Seguiría queriendo huir, señorita. Nadie puede escapar del poder de Dios, ni siquiera aquello que es paranormal.
—Dios no se acordó de tu cuando estabas deambulando por las calles, niña. Recuérdalo. Las noches de frio, el hambre, la muerte persiguiéndote día y noche.
Guarde silencio, agachando la cabeza. No podía contradecirla. No se me permitía hacerlo.
—Dios no se acordó de ti cuando te arranco a tu madre. —sentenció, agarrando fuertemente mi barbilla.
—¿Qué es lo que desea, señorita?
—Tu compañía.
—Ya la tiene.
—En algún momento morirás. Pero yo seguiré aquí. Envejecerás y yo seguiré joven. Te preguntaras por qué, cómo es posible, y yo tendré que matarte para que mi secreto siga siendo un secreto.
—¿De qué habla?
—El pasado hay que olvidarlo, Eleanor. Te ofrezco un futuro, uno infinito, lleno de oportunidades. Es tu decisión si quieres ser parte o no.
Editado: 12.08.2025