Londres 1876.
Familia Bellerose.
Me sentí inquieta, incómoda con mi entorno, como si cada rincón de la habitación estuviera repleto de ojos que me juzgaban. ¿Cuál era mi problema? No lo sabía, pero la angustia se arremolinaba en mi interior como una tormenta incontrolable, un cúmulo de emociones confusas que no lograba encapsular. El vestido me quedaba incómodo, y no solo porque la tela ceñida me restringía el movimiento y me recordaba cada bocado que hubiera deseado evitar, sino porque simbolizaba todas las expectativas que los demás tenían sobre mí.
Pronto tendríamos una velada con las familias más importantes de la ciudad, un evento que mi padre consideraba crucial para nuestro estatus social, como si de ello dependiera nuestra salud económica y reputación. A él se le había ocurrido la gran idea de invitar a estas familias a nuestro hogar, un acto que, aunque diseñado para mostrar nuestra elegancia, me causaba una ansiedad que me ahogaba. Diría que humilde, pero vivir en un enorme castillo, heredado de mi difunto abuelo, no era muy humilde por nuestra parte; el eco de antiguas risas y pasos aún perseguía los grandes salones, recordándome de una alegría y autenticidad que alguna vez habitaron entre esas paredes.
Al menos no en el presente, aunque en un oscuro pasado podría ser que sí; el castillo, con sus viejas murallas cubiertas de enredaderas y sus interminables pasillos llenos de retratos familiares, había albergado historias de tiempos más sencillos, cuando la riqueza era sinónimo de dignidad y no de superficialidad. Sin embargo, había otra sombra en el aire, más pesada que cualquier murmullo de antaño: mi madre, con su inquebrantable deseo de ver a su única hija casada pronto. Las importantes familias tenían primogénitos que, según ella, eran cada uno mejor que el otro y parecían perfectos para una jovencita como yo. Las veladas de cena que compartíamos estaban llenas de comentarios sobre estos jóvenes príncipes, cada uno descrito con una idealización que solo servía para intensificar mi inquietud. El simple acto de mencionar esos nombres en su mesa llenaba mis noches de pesadillas brillantes, en las que esos hombres perfectos parecían salir de cuentos de hadas, solo para descubrir que eran tan fríos y distantes como los muros de mi hogar, recordándome la frialdad del deber por encima del deseo.
Apenas había cumplido la edad de los diecisiete años; la libertad de la niñez aún danzaba en mis venas como un eco incesante de posibilidades, y no estaba en mis planes eso de casarme. Ni tampoco se me pasaría por la cabeza enamorarme de cualquier persona, sea quien sea, como si el amor fuera un lujoso abrigo que jamás podría permitirme. Pero la presión era demasiada, casi al punto de causarme un estrés palpable con solo pensarlo. Sentía que me desbordaba, que cada respiración era un recordatorio de lo que se esperaba de mí, una pesada carga que apenas podía soportar. Y mientras me miraba en el espejo, por primera vez en mis pocos años de vida, sentía que me veía bien. El reflejo me hablaba de una fuerza interior que nunca supe que poseía, un destello de rebeldía asomaba en mis ojos que me decía que tal vez el mundo no había sido diseñado para mí, y que aún tenía tiempo para encontrar mi propio camino; un camino que me llevara lejos de las cadenas invisibles que me ataban a este destino impuesto.
-¿Estás bien ahí dentro? -la voz de mi madre sonó detrás de la puerta de mi habitación, interrumpiendo mis pensamientos. Su tono, aunque impregnado de amor, contenía un trasfondo de impaciencia que me apremiaba a salir y cumplir con el rol que se me había asignado.
La percepción de su voz resonando en mi mente abría la puerta a recuerdos de vez en cuando, de la felicidad infantil que se había visto progresivamente cercenada por las expectativas que ella misma había alimentado durante años.
-Estoy bien, mamá, en un momento ya saldré. -Respondí, tratando de esconder la confusión y vulnerabilidad que crujían dentro de mí como hojas secas en un bosque.
Al mismo tiempo, intentaba calmar a la voz que crecía en mi interior, insistiendo en que había más en esta vida que solo seguir las normas establecidas por generaciones de mujeres en nuestra familia. Me di un último vistazo en el espejo, asegurándome de que todo estuviera bien conmigo, aunque sabía que mi verdadero conflicto estaba mucho más allá de los adornos y la apariencia. Dando vueltas frente al espejo y viendo mi vestido en todos los ángulos posibles, me pregunté si alguna vez tendría un vestido que representara quién realmente soy, y no solo una imagen pulida de lo que se espera de mí. Deseaba que un día pudiera vestirme con confianza, libre de esas expectativas opresivas. Hasta que por fin salí de mis aposentos, notando la existencia de mis progenitores, esperando por mí con esa mezcla de orgullo y preocupación que tanto me inquietaba, como si mi vida fuera una obra de teatro en la que todos estaban al tanto de su papel, menos yo.
-¡Lilibeth, querida! -mi padre se acercó a mí, con una sonrisa amplia que iluminaba su rostro. Era un hombre de corazón generoso y noble, y siempre había deseado lo mejor para mí-. Hermosa como siempre.
Su voz era un abrigo cálido en los días fríos, pero en este momento, para mí, solo sonaba como un eco en una caverna vacía; era difícil sentirme realmente hermosa cuando lo que se esperaba de mí parecía tan ajeno a lo que anhelaba en el fondo de mi ser.
Tomó mi mano y la besó, un gesto lleno de caballerosidad que me recordaba que, a pesar de mis conflictos internos, aún había quienes tenían buenas intenciones. Caminamos al salón de baile, donde el sonido de las risas y la música empezaba a filtrarse, impregnando el aire con un aire festivo que olía a incertidumbre. Había notado que ya había varias personas presentes en el lugar, aunque aún se debían esperar a muchos más para poder empezar la fiesta de forma normal, como si la vorágine de estos encuentros sociales fuera un ritual que todos debían seguir al pie de la letra. En mi interior, un torbellino de emociones se arremolinaba, y el miedo a no ajustarme a lo que se esperaba de mí me hacía sentir como si cada paso hacia el salón fuera un paso hacia un destino incierto y abrumador, pero en secreto, también sentía un ligero cosquilleo de expectativa.