Amante de un vampiro

Capítulo dos

La luz del sol entró por los ventanales, atravesó las cortinas, pasando por mi pequeño cuerpo, aunque sólo por una pequeña parte del mismo. La voz de mi madre sonaba fuera de la puerta de mi habitación, demandante. Parecía enojada con alguien, por alguna razón que desconocía. Su voz sonaba fuerte, nada que ver con la voz suave y tierna que ella solía tener siempre, para hablar de cosas serias e importantes. Esa voz, que tantas veces me había transmitido calma y consuelo, ahora resonaba con una intensidad que hacía eco en mi pecho. Parecía que en esta ocasión, la habían sacado de sus casillas y no era una buena noticia. ¿Qué tanto había sucedido? Me levanté de la cama, dispuesta a descubrir la verdad ante tal situación, aunque un leve resquicio de temor se abría paso en mi interior. Apenas abrí la puerta, mi madre pasó delante de mí, sin mirarme en absoluto. Mi padre caminaba detrás de ella, intentando calmarla de la cólera que tenía encima, con sus palabras entrecortadas impregnadas de preocupación.

La mujer realmente estaba fuera de sí y no había quien la calme. Ni siquiera mi padre, quien siempre sabía cómo manejar situaciones tan complejas como aquella, ya que parecía que el caos había tomado al menos el control por el momento. Mi madre lo alejaba, mientras él seguía rogando porque se calmara, tome asiento y trate de respirar lo mejor posible. Su voz, entrecortada y angustiada, se entrelazaba con la de ella, generando un tremendo contraste en el pequeño rincón familiar que se preparaba para un nuevo día. La discusión no solo se sentía en las palabras, sino en el aire tenso que nos rodeaba, como si cualquier cosa pudiera estallar en un abrir y cerrar de ojos. La voz de ambos eran tan distintas en aquel momento, que daba escalofríos al escuchar toda la discusión. Era como una sinfonía desentonada que, en lugar de una melodía armoniosa, creaba un clamor de confusión e inquietud.

—¿Qué se supone que está sucediendo? —cuestioné yo, molesta ante la interacción acalorada de ambos adultos, los cuales me miraron, aterrados, buscando una respuesta lógica a mi pregunta, pero ninguno de los dos respondió y siguieron con la discusión.

Mi voz resonó en el aire como un eco, rebotando contra las paredes que parecían estar tan cargadas de energía negativa. Era como si cada palabra no comprendida multiplicara mi frustración y ansiedad. Rodé los ojos, molesta, y volví a mi habitación, para cambiarme a algo más bonito y casual, así poder comenzar el día como si fuese cualquier otro. Un vestido bonito y floreado fue la elección casi perfecta para el día, junto a unos brillantes zapatos de charol, además de unas medias largas y blancas, que cubrían todas mis piernas. Quería por un momento, aunque fuera breve, olvidarme del vendaval que azotaba mi hogar. Apenas la discusión de los adultos terminó, yo salí de mi habitación en busca de alguna respuesta a lo que había estado pasando los recientes minutos. Seguro ninguno de los adultos me iba a dar la respuesta, pero nunca estaba mal preguntar. En todo caso, lo iba a descubrir tarde o temprano. Pedí una taza de café, junto a unas tostadas y me senté en la mesa, esperando a mis progenitores, que se tardaban en llegar a desayunar, como todas las mañanas. Pero aquella, no parecía ser una de esas mañanas felices en las que todos estábamos felices y contentos durante un delicioso desayuno, sino una de aquellas en las que la incertidumbre se sentaba a la mesa con nosotros.

—Anita, ¿dónde está mi madre? —le pregunté a la jovencita, quien me dejó la comida sobre la mesa, frente a mis ojos.

—No lo sé señorita, desde hoy ha sido extraña, además de tener una actitud de notable molestia.

Su respuesta no me logró satisfacer del todo, pero decidí no volver a preguntar más nada. Quería que las respuestas vengan de las personas que correspondían responder todas mis dudas. Aunque en el fondo una parte de mí sentía que la verdad podría ser más perturbadora de lo que imaginaba. Le agradecí a la chica, junto a una suave sonrisa y dejando que la misma se retire. El silencio era inminente, el viento era mi acompañante, mientras que algunas ramas se golpeaban entre ellas y sonaban suaves, como si se tocaran con amor y cariño. Suspiré, tratando de llenar el vacío que se había apoderado de la casa con el aroma del café caliente, un consuelo en medio de la tormenta emocional que estallaba en mi hogar.

—Lilibeth, cariño, ya estás despierta —habló mi padre, quien se acercaba a mí, mientras yo le daba una mirada curiosa, casi desafiante, haciéndolo sentir incómodo—. Sí, lo sé, despertaste en cuanto escuchaste la voz de tu madre, quejándose de algo que no entiendes. Ya tendrás las explicaciones y respuestas a todo, lo prometo. —Su tono intentaba ser tranquilizador; sin embargo, su nerviosismo era imparable, como si quisiera calmar no solo a mí, sino también a sí mismo en un intento de mantener la serenidad en un mar de tormento.

El hombre se notaba nervioso por algo y no quería décirmelo, su cuerpo actuaba por él y no podía evitar notarlo. Sus manos brillaban en sudor y no dejaban de moverse, como si jugaran entre ellas; tenía una sonrisa forzada, en absoluto natural; movía sus pies como si quisiera escapar de algo; y por último, su voz temblaba casi en agonía, pero él daba su mejor intento en disimular lo que estaba ocurriendo con su cuerpo, casi sin que él se diera cuenta. No dije nada, no me salían las palabras correctas para una situación como aquella ni mucho menos quería decir algo, no quería cagarla ni nada de esas cosas raras. Me mantuve calmada, con la cabeza en alto, ordenando mis ideas y mirando a mi padre como si le estuviera analizando. Estaba vestido de forma elegante, como si fuera a salir o como si dentro de unos minutos fueran a venir visitas, nuevamente. Mi madre no estaba con él y eso me generaba aún más dudas. ¿Qué era lo que estaba pasando entre ellos dos, que generaba tanta tensión y misterio en mí? La pregunta retumbaba en mi mente, incapaz de encontrar respuesta en un ambiente que se sentía cada vez más hostil y cargado de secretos.




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