El frío sofocante de la ciudad, acompañado por voces de extraños a mi alrededor y la incomodidad de mi vestido, eran inconvenientes que debía soportar aquella tarde. Mi madre había tenido la genial idea de comenzar a buscar a alguien para confeccionar mi vestido de novia, cuando aún faltaba bastante tiempo para la boda. Tenía en mente varios modelos, todos bastante bonitos, pero quedaba por elegir la tela adecuada. Mis pies me dolían; habíamos recorrido varias tiendas repletas de telas maravillosas, pero ella no se sentía satisfecha y se decidía en seguir buscando en un lugar diferente. Finalmente, dimos con una tela de nombre inusual, suave al tacto, que estaba decidida a ser la elegida. No me atreví a opinar que no me gustaba, así que me resigné a callar, a pesar de que había opciones mejores.
Suspiré una vez que mi madre pagó y volvimos a casa, donde una anciana comenzaría a tomar mis medidas y luego daría inicio al complicado proceso de crear un vestido magnífico, digno de una boda lujosa. Mi madre había impuesto reglas claras tras definir el diseño, y si la costurera cometía un error, todo podría arruinarse. Solo había oído a medias esa conversación, ya que mi padre no paraba de hablarme sobre los cientos de negocios que podría emprender una vez que eligiera al chico correcto. No me agradaban sus comentarios, pero fingí estar interesada en poder escuchar todas sus ideas. En mi mente me preguntaba, ¿qué tenían que ver esos asuntos conmigo? Podría discutir esos planes con personas más apropiadas, no con su hija, que nada tenía que ver con esas cosas intrascendentes que nunca pondría en práctica.
Cuando la anciana se marchó, sentí un alivio. Había resuelto un problema menos en mi lista de preocupaciones, aunque aún quedaba pendiente la cooperación de mis suegros. Un poco de ayuda financiera sería útil para organizar una celebración que, pese a no ser grandiosa, tendría su propio significado con elementos valiosos, deliciosa comida y música para disfrutar y bailar. Por supuesto, no podía faltar el vals, que resultaría costoso, pues necesitábamos músicos que supieran tocar adecuadamente para ese momento especial.
—Bueno, ya he solucionado lo del vestido, querida —dijo mi madre con una voz suave—. Sé que te verás preciosa.
Su tono era apacible, como si todas las preocupaciones se hubiesen desvanecido. Suspire y le sonreí, agradeciendo su dedicación a un vestido que ella habría querido tener en su propia boda. Era amable y tierno de su parte esforzarse para que mi boda fuese la mejor, a pesar de que la suya había terminado en desastre. Esa idea me producía cierta tristeza, pero no quería abrumarla con mis dudas. Me abrazó con cariño y me susurró al oído:
—Es bueno saber que te vas a casar.
Quise confesarle que comenzaba a arrepentirme de la decisión, pero su entusiasmo era tan palpable que negarme a la boda y escapar de todo me parecía una mala opción. Le devolví el abrazo, sintiéndome querida por primera vez en toda la semana. Y recordé lo que sucedió aquella noche, aquella visión y el como jamás se hablo de aquello. ¿Por qué? Es como si no importara el cómo me había sentido, había tenido tanto miedo aquella noche, que casi estuve sin dormir, con las velas prendidas muchas noches. Pero ya había pasado y ahora estaba bien. Luego del abrazo, mi madre y yo caminamos por los pasillos de nuestro hogar, hablando de los planes para el evento. Qué había que tener presente y que no. Luego, pasamos a hablar de lo que había sucedido en el cortejo, el cómo y porqué había elegido a aquel chico extraño.
—Supongo que fue el que más me atrajo y el mejor de los demás, creo —le expliqué con una sonrisa. No era mentira, aunque no estaba del todo segura acerca de la veracidad de mis palabras.
A veces, ni yo misma comprendía las razones detrás de esa atracción hacia él, como si fuera un imán. Era un enigma contradictorio, lo sabía, y me parecía ridículo, pero no podía evitarlo así nada más. El día transcurría centrado en los preparativos de la celebración: cartas por aquí y por allá, todo parecía aburrido y sin sentido. Sin embargo, entendía que era necesario comenzar a organizar todo desde ahora, antes de que el tiempo se agotara y no hubiera oportunidad de hacer nada. Para mi familia, lo que estaba por suceder era de gran importancia, así que podía comprender su prisa. Yo también contribuía en los preparativos, ofreciendo mi modesta opinión sobre la decoración, la comida y la elección de invitados. No quería quedarme al margen en algo tan significativo que giraba en torno a mí y a mi futuro marido. Tal vez, con el tiempo, todo valdría la pena y no tendría nada de qué arrepentirme.
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Me estaba bañando, y el agua caliente cubría la mayor parte de mi cuerpo, brindándome una sensación de bienestar. Mi piel se erizaba con cada ligero movimiento, y encontraba placer en cada instante. El sonido del agua acompañaba mis movimientos, mientras el viento exterior parecía susurrar y gemir mi nombre. Al mismo tiempo, se escuchaban los pasos de mis vecinos, resonando en todo el hogar, como si estuvieran organizando sus espacios o asegurándose de que todo estuviera en orden. Las voces se entrelazaban con el crujido de la madera vieja bajo sus pies y el gemido del viento. Después de la ducha, me vestí con un ligero vestido y salí, sintiendo una ráfaga de aire frío abrazarme, con amor. Me abracé a mí misma, y caminé sola por los pasillos, mientras que con la mirada, buscaba a mis padres, como si tuviera algo interesante para decirles, cuando en realidad no era así. La antiguedad de mi hogar me asustaba, por lo que algo de compañía no me haría mal.
El viento frío recorría mi cuerpo, no me gustaría quejarme de la cosa más insignificante del mundo, pero ahí estaba, quejándome hacia mis adentros. No recordaba que antes de mi baño, hiciera frío. Pero, ¿importaba acaso? No era algo que me interesara en absoluto. Estaba al borde de la locura con tantas cosas juntas en mi vida. No puedo describirlo muy bien, pero sentía que todo lo que me rodeaba me estaba haciendo daño. Mis pies sonaban por todos lados, las voces se iban disipando y ya nada hizo más ruido que el propio viento que azotaba las ramas de los árboles y las ventanas de mi hogar, además de mis pasos con mis pies descalzos, con calcetines que me mantenían caliente desde los tobillos hacía abajo. Me iba a ensuciar los calcetines limpios, lo sabía y no me interesaba.