Amante de un vampiro

Capítulo ocho

HARKEN DAVENPORT.

***

Mis manos estaban cubiertas de sangre, y el pequeño animal yacía muerto bajo mi cuerpo. Estaba temblando, las lágrimas brotaban de mis ojos y me sentía perdido, sin saber cómo actuar. Nadie debería enterarse de lo que había hecho. Había estado necesitando sangre desde hacía varios días. La noche aún era joven y nadie había notado que había salido al bosque cercano a mi hogar, ni siquiera mis padres, quienes siempre se preocupaban por mí, pendientes de mis actividades y mi bienestar. Al llegar a la entrada trasera que daba a la cocina, me vieron unos cocineros y empleadas; aunque estaban al tanto de mi estado, no hicieron comentario alguno sobre la sangre que manchaba mis manos. Me permitieron lavarme las manos y limpiar las manchas de mi rostro y ropa, asegurándose de que nadie más pudiera darse cuenta de mi desliz.

Al salir de la cocina, seguí la dirección de las voces que identificaba como las de mis seres queridos. Mis padres hablaban en un tono suave, mientras Lilibeth daba su opinión mientras comía. Yo intentaba aparentar normalidad, manteniendo una expresión serena y relajada. Al sentarme a la mesa, la comida ya estaba servida: un poco de estofado y pan.

—¿Dónde estabas? Creí que no ibas a llegar a la cena —preguntó mi padre, con un tono de preocupación en su voz mientras se servía un poco de pan.

—Lo siento, necesitaba tiempo para pensar —respondí, comenzando a comer y evitando mirar a los demás a los ojos, sumido en mi propio mundo, atormentado por el recuerdo del acto violento que había cometido al quitarle la vida a un ciervo salvaje e inocente.

Suspiré, sin compartir mis pensamientos con nadie. Quería disfrutar de la cena, intentando alejar de mi mente el oscuro recuerdo de aquel accidente, impulsado por un deseo irrefrenable y mis instintos más oscuros como vampiro. ¿En qué estaba pensando cuando ingresé al bosque y vi al ciervo? Era claro que no estaba en mis cabales. A pesar de todo, no podía culparme del todo; había muchos animales en el bosque y no había matado al único. Además, no era la mascota de nadie, por lo que la ausencia del animal no dejaría a nadie afligido.

Finalmente, llegó la hora de dormir. Acompañé a mi prometida hasta su habitación y, al cerrar la puerta, la escuché rezar. Un agudo dolor se asomó en mi cabeza al escuchar sus palabras, pero decidí quedarme unos momentos fuera de su puerta, cuidando que estuviera bien antes de seguir con mis propios asuntos. Suspiré, me recosté contra la pared y me dirigí a la cocina, saliendo por la puerta trasera de mi hogar, donde el ciervo yacía muerto. Algunas moscas revoloteaban alrededor de su cuerpo en descomposición. Con desagrado, lo levanté y lo moví a un lugar más alejado para que nadie viera lo que había hecho. Todo había sido por un poco de sangre y carne que no podía obtener en mi vida normal y confortable. Sentía culpa, aunque no del todo. Al final, había más animales por ahí; así que no había matado a la única criatura del bosque. Lo enterré en un lugar donde solo la luna y las estrellas podrían recordar, sin profundizar demasiado, ya que nadie iría en su búsqueda. La gente pensaría que un cazador había pasado, lo había matado y lo había dejado allí.

Con el resplandor de la luna llena acompañándome, me desplacé para depositar al animal donde nadie pudiera encontrarlo ni oler su presencia. Miré lo que había hecho, con la tierra manchando mis manos y ropa, y regresé hacia mi hogar. Nadie me había visto ni sentido; podía cambiarme y lavarme sin dejar rastro de lo que había hecho. Al pasar frente a la puerta de mi esposa, el silencio en su habitación indicaba que estaba en un profundo sueño. Me alegré de que pudiera descansar a pesar del frío incesante del viejo lugar. Caminé hacia mi habitación y me dejé caer sobre la cama, mirando al techo. La oscuridad era casi total, pero podía ver con claridad en la penumbra que me rodeaba. Cuanto más pensaba en mi situación, más me preocupaba la posibilidad de que ella, en su inocencia, descubriese el oscuro legado que llevábamos escondido y olvidado.

Ella corría peligro a nuestro lado. Quería advertirle, darle la oportunidad de escapar, encontrar a alguien mejor. Nunca imaginé estar en una situación tan compleja, obligándome a ocultar verdades que deberían ser reveladas antes de que ocurriese una tragedia. Pero no podíamos evitarlo, y eso me llenaba de tristeza. Encendí la única vela de mi habitación, que comenzaba a consumirse, como si también sufriera con el dolor del fuego, iluminando tenuemente el espacio mientras me sentaba en el marco de la ventana, absorto en mis pensamientos. ¿Qué podría suceder de peor manera? Estaba solo, sin nadie que me cuestionara o me diera sermones sobre lo que estaba bien o mal.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo; algo no estaba bien. Un sentimiento de incertidumbre me invadió, como si un peligro inminente estuviese acechando. Las horas pasaron y, a medida que se acercaba el amanecer, logré dormir unas pocas horas, entre las cuatro y media de la mañana y las diez. No era mucho tiempo, pero suficiente para sentirme descansado y no de mal humor. El día amanecía fresco y prometedor. Sin embargo, ¿qué esperaba que ocurriese? Si no hacía nada, esa inacción tampoco me serviría. Intenté mantenerme ocupado para evitar sobrepensar.

—Harken, debes descansar un poco; ya hiciste demasiado —me dijo mi padre, mirándome a los ojos y forzándome a devolverle la mirada.

Nos sentamos en el sofá, casi solos ya que mi madre y Lilibeth habían salido, con solo algunas sirvientas pasándonos de vez en cuando, preguntando si necesitábamos algo. Pero ambos les pedimos que nos dejaran en paz. Parecía decidido a hablar, pero su voz temblaba de nerviosismo. Jamás lo había visto de esa forma; era el hombre más fuerte que conocía, siempre una figura sólida y estoica. Pero en ese momento, se veía visiblemente alarmado por lo que tenía que decirme.

—Creo que Lilibeth sabe algo —confesó, con una voz que denotaba un gran miedo y nerviosismo.




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