Diez años atrás.
Madrid, España.
Prácticamente corro por los pasillos de porcelanato pulido en el que se refleja mi imagen. A pesar de que está prohibido. A pesar de que puede y siento como mi uniforme de medias altas, falda plisada, camisa blanca y blazer de logo oro con corbata negra se desajusta a medida que avanzo.
Y muy a pesar de que no vale la pena porque la soledad que vislumbré desde la entrada era el indicativo que hacía obvio el hecho de que era tarde y lo comprobé nada más poner un pie en el aula al ser reprendida en público por el profesor de literatura inglesa lo que hace que mis mejillas se calienten y suden mis manos al reprimir las inmensas ganas de llorar que me invaden.
Puede que suene tonto, lo sé.
Aun así no puedo evitarlo.
No cuando atraigo la atención de todos mis compañeros, escucho sus murmullos o risitas. No cuando por alguna razón pienso que a diferencia del resto de preparadores que me tienen alta estima y consideración por mi excelente rendimiento y record impecable sin faltas ni demoras, he tenido la sensación de que este sexagenario de ojos chicos bordeados por marcadas arrugas y abultada barriga mal cubierta con esos trajes de colores café gastados, tiene algo en mi contra y mi primera llegada tarde en la vida solo ha servido para liberar un poco de ese desprecio mal disimulado que me tiene o quizá no.
Quizá solo sean ideas mías y es su frustración con el mundo hablando por él.
En fin, cual sea que sea el caso, cuando creo que no me puede ir peor, termino mordiendo mis labios con tanta fuerza que me lastimo y pruebo el sabor metálico de mi sangre por la vergüenza que me corroe al girar mi rostro en la dirección apuntada por el señor Beltrán y notar que la única persona disponible para hacer equipo es precisamente el chico cuya ayuda rechacé en la vía cuando junto a su padre se detuvo para auxiliarnos a mi madre y a mi tras ponchársenos una llanta.
Me empequeñece y hace desear ser tragada por la tierra cuando me cuenta que se quedó solo a posta para trabajar conmigo, cuando es tan amable y dulce al decir que no importa que mi castigo comprometa el 50% de su nota porque confía en mí y especialmente al reconocer abiertamente mi intelecto cuando somos los dos mejores de la clase y es, en teoría, mi único adversario en la competencia por el primer lugar.
Encogiéndose de hombros al restarle peso a mi argumento de no merecer su condescendencia por mí no tan admirable comportamiento y mirándome fijamente a los ojos me extiende su mano derecha al erguirse sacándome por lo menos una cabeza en altura aun estando sentados.
–Mucho gusto –se presentó con su bonito nombre, una sonrisa ladina y toda la disposición de empezar una vez más. De hacer el llamado borrón y cuenta nueva como si recién nos estuviésemos conociendo.
Desde ese momento cambié mi perspectiva por completo respecto a él.
Desde ese momento nos volvimos inseparables.
Ninguna tonta rivalidad académica valía como ese chico rubio de ojos azules idénticos a los míos que había juzgado mal y que pese a mi despectivo trato, comportamiento orgulloso y competitivo, había convertido un mal día en el más afortunado de mi existencia.
No lo supe entonces, por supuesto.
Eso sucedió después y vino junto con tres valiosos descubrimientos más los cuales nunca pude olvidar.
La vida era efímera.
Yo, una egoísta con un vil don de actriz.
Y él, demasiado bueno e inocente para intuir que guardaba un enorme secreto.
«Tal vez fuimos correctos y tuvimos que conocernos para reconocernos en otra vida» pensé y me arrepentí de nunca haberle dicho.
Editado: 21.07.2024