Angelo fue llevado cuidadosamente por un grupo de hombres uniformados hacia lo que parecía ser una de las estaciones más amplias de la mansión. La decoración ostentosa del lugar, con techos altos y candelabros imponentes, solo acentuaba la frialdad en el ambiente. Las paredes estaban cubiertas de cuadros antiguos, y el suelo de mármol parecía amplificar los ecos de cada paso apresurado.
Sabrina los seguía de cerca, su mirada alternando entre los movimientos metódicos de los hombres y el rostro cada vez más pálido de Angelo. Su respiración entrecortada y el sudor que perlaba su frente hacían evidente el estado crítico en el que se encontraba. Las heridas que había intentado tratar en la gasolinera no habían sido suficientes; el tiempo jugaba en su contra.
En la estación, un grupo de médicos privados ya esperaba con equipos quirúrgicos y trajes impecables. El hombre que los lideraba, de cabello canoso y lentes finos, dio un paso adelante, inspeccionando rápidamente a Angelo mientras emitía órdenes con voz autoritaria.
—¡Llévenlo a la camilla! Necesitamos estabilizarlo de inmediato —dijo el médico, señalando una mesa quirúrgica en el centro de la sala.
Sabrina se detuvo en el umbral de la estación, observando con el corazón en un puño mientras colocaban a Angelo en la mesa. Uno de los asistentes comenzó a cortar la camisa ensangrentada de Angelo, revelando la gravedad de la herida.
El tío de Angelo apareció entonces, su porte imponente eclipsando a todos en la habitación. Su rostro permanecía inescrutable mientras observaba cómo los médicos trabajaban frenéticamente.
—¿Qué tan grave es? —preguntó el tío, su voz grave y llena de autoridad.
El médico levantó la mirada un momento antes de regresar su atención a la herida.
—La bala ha causado más daño del que esperábamos. La herida está infectada, posiblemente por los intentos de tratarla en condiciones no esterilizadas. Si no actuamos rápido, la infección se propagará —explicó con franqueza.
El tío frunció el ceño, cruzando los brazos mientras miraba fijamente a Angelo.
—Hagan lo que sea necesario. No toleraré más errores —ordenó con un tono que no dejaba lugar a objeciones.
Mientras los médicos continuaban con su labor, uno de los hombres de confianza del tío se acercó a Sabrina, su expresión fría e impersonal.
—Ven conmigo —le dijo sin ceremonia, sujetándola del brazo con fuerza.
—¡Espera! Yo... quiero saber cómo está Angelo —protestó Sabrina, tratando de resistirse.
El hombre no respondió, limitándose a arrastrarla fuera de la estación. Sabrina miró por encima de su hombro, viendo cómo las puertas se cerraban detrás de ella, bloqueándola del único vínculo que tenía en ese lugar desconocido.
La condujeron a través de un laberinto de pasillos hasta llegar a una habitación en la que la empujaron sin miramientos. La puerta se cerró de golpe, y el sonido de la llave girando en la cerradura le confirmó que estaba encerrada.
La habitación era pequeña y minimalista, con una cama sencilla y una única ventana que dejaba entrar la luz tenue de la luna. Sabrina se acercó a la ventana, mirando los jardines oscuros que rodeaban la mansión. La sensación de aislamiento era casi asfixiante.
En la estación, los médicos continuaban luchando por estabilizar a Angelo. El tío observaba desde un rincón, sus ojos analizando cada movimiento, cada gesto.
—¿Cuánto tiempo tomará? —preguntó, rompiendo el silencio.
El médico principal se giró hacia él, quitándose los guantes ensangrentados.
—Hemos controlado la hemorragia y eliminado la infección inicial, pero su estado sigue siendo crítico. Necesitará reposo absoluto y vigilancia constante —respondió con seriedad.
El tío asintió lentamente, como si estuviera calculando algo en su mente.
—Asegúrense de que sobreviva. No voy a perder a mi sobrino por un descuido —dijo finalmente, girándose para salir de la sala.
Mientras tanto, en la habitación, Sabrina se sentía atrapada, tanto física como emocionalmente. Caminaba de un lado a otro, tratando de encontrar una forma de escapar o, al menos, de averiguar lo que estaba sucediendo. Los pensamientos de Angelo, ahora en manos de aquellos médicos y bajo la supervisión de su tío, no la dejaban tranquila.
De repente, el sonido de pasos afuera de la puerta la sobresaltó. La llave giró en la cerradura, y un hombre entró con un plato de comida y una botella de agua.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué estoy encerrada aquí? —exigió saber Sabrina.
El hombre la ignoró, dejando el plato en una pequeña mesa junto a la cama.
—Es por tu seguridad —dijo finalmente, sin mirarla a los ojos.
—¿Mi seguridad? ¿O para mantenerme lejos de Angelo? —replicó Sabrina, su voz llena de frustración.
El hombre no respondió, saliendo de la habitación y cerrando la puerta detrás de él. Sabrina suspiró, sintiendo cómo la impotencia la invadía.
Horas más tarde, cuando la mansión estaba en completo silencio, el tío de Angelo se encontraba en su estudio, revisando documentos con expresión pensativa. Uno de sus hombres entró, inclinándose ligeramente.
—Señor, ¿qué hacemos con la mujer? —preguntó.
El tío levantó la mirada, sus ojos fríos y calculadores.
—Que permanezca en la habitación. No quiero que cause problemas hasta que Angelo despierte. Después, él decidirá qué hacer con ella —dijo, volviendo su atención a los documentos.
El tiempo pasaba lento en la habitación de Sabrina. Se sentó junto a la ventana, observando cómo las sombras de los árboles bailaban bajo la luz de la luna. Su mente estaba llena de preguntas y temores. ¿Qué pasaría si Angelo no sobrevivía? ¿Qué sería de ella en ese lugar hostil?
Un sonido distante llamó su atención. Parecía un murmullo, como si alguien estuviera hablando al otro lado de la puerta. Sabrina se acercó, intentando escuchar, pero las palabras eran indistinguibles. Sin embargo, la sensación de que algo siniestro se estaba gestando en la mansión no la abandonó.
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Editado: 08.06.2025