Los rayos del sol atravesaban los ventanales del comedor principal de la mansión, bañando la habitación con una luz cálida que contrastaba con la frialdad del ambiente. Isabella estaba sentada cerca de Ángelo, en el extremo de la larga mesa de roble oscuro. Su postura era impecable, pero su mente seguía atrapada en el torbellino de la noche anterior. Había dormido poco, si es que se podía llamar "dormir" al acto de pasar horas en una maraña de pensamientos, intentando encontrar una salida a la trampa en la que se encontraba.
El primo menor de Ángelo, sin embargo, parecía disfrutar cada segundo de aquella mañana. Estaba sentado al otro extremo de la mesa, con una sonrisa burlona que apenas podía disimular. Sus ojos se movían con rapidez, observando cada movimiento de Isabella, esperando una señal, cualquier indicio de que la tenía atrapada.
La mesa estaba decorada con platos exquisitos: frutas frescas, panes recién horneados y una selección de tés y cafés que llenaban el aire con aromas reconfortantes. Pero Isabella apenas podía comer. Cada bocado se sentía pesado, como una piedra, y las palabras de Darius aún resonaban en su mente.
El primo de Ángelo rompió el silencio, su tono aparentemente casual, pero cargado de intención.
—Qué hermosa mañana, ¿no creen? —dijo, mirando a Isabella con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Aunque, claro, no todas las mañanas son tan tranquilas en este mundo nuestro. ¿No es así, Isabella?
Ella levantó la mirada, encontrándose con sus ojos llenos de malicia. Mantuvo su expresión serena, negándose a dejar que la viera dudar.
—Es cierto —respondió, con un tono neutro—. En este negocio, la tranquilidad es un lujo que pocos pueden permitirse.
Él río suavemente, apoyando los codos sobre la mesa mientras jugaba con una taza de café entre sus manos.
—Ah, sí. La lealtad y la estabilidad son tan frágiles en estos días. No es raro escuchar historias de traiciones, incluso entre los más cercanos. ¿No creen?
Las palabras cayeron como una bomba en la mesa. Aunque dirigió su comentario a todos, su mirada permaneció fija en Isabella. Ella sintió el calor de la atención centrada en ella, pero mantuvo su compostura.
Ángelo, que hasta entonces había permanecido en silencio, levantó la vista de su plato. Su expresión era tranquila, pero había un filo oscuro en sus ojos.
—Las traiciones son inevitables en este mundo —dijo, su tono bajo y calculado—. Pero también son inaceptables.
El primo de Ángelo esbozó una sonrisa aún más amplia, como si disfrutara del peligro en el aire.
—¿Y tú, Ángelo? —preguntó, su voz rebosando falsa curiosidad—. ¿Cómo manejas las traiciones? Debo admitir que siempre me ha intrigado tu manera de lidiar con esas... complicaciones.
Isabella sintió cómo su estómago se encogía. No podía evitar preguntarse si el primo de Ángelo estaba a punto de poner en marcha su amenaza, si iba a decir algo que la desenmascarara frente a todos.
Ángelo dejó su cuchillo y tenedor sobre el plato con movimientos deliberados. Luego, se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos en la mesa. Cuando habló, su voz era suave, pero había algo en ella que hacía que el aire pareciera más pesado.
—La traición no se perdona —dijo, sus ojos clavados en su primo—. Quienes me traicionan no reciben segundas oportunidades. No importa quiénes sean ni cuán cercanos estén. —Una pequeña sonrisa oscura se dibujó en su rostro—. Siempre me aseguro de que aprendan la lección, incluso si es la última que aprenderán.
El primo de Ángelo se inclinó hacia atrás en su silla, aparentemente relajado, pero había una chispa de tensión en sus ojos que lo traicionaba.
—¿Y cuál sería esa lección, querido primo? Estoy seguro de que todos aquí estamos ansiosos por aprender de tu... experiencia.
Ángelo se tomó un momento antes de responder, como si saboreara la tensión en la sala.
—Digamos que tengo métodos efectivos —dijo, su tono apenas un susurro, pero lo suficientemente claro para que todos lo escucharan—. ¿Has oído hablar de la desmembración, por ejemplo? —Su sonrisa se volvió más amplia, casi macabra—. Es sorprendente cuánto pueden aprender las personas cuando pierden algo importante para ellos, como una mano... o una vida.
El comentario dejó la sala en un silencio absoluto. Incluso el primo de Ángelo, que hasta entonces había parecido disfrutar del juego, perdió un poco de color en su rostro. Pero no fue suficiente para disuadirlo.
—Vaya, eso suena... extremo —dijo, intentando recuperar su confianza—. Pero supongo que no hay lugar para la debilidad cuando estás en la cima, ¿verdad?
Ángelo lo miró con una intensidad que hizo que Isabella contuviera el aliento. Había algo en él en ese momento que la hizo recordar por qué tantas personas lo temían. No era solo su poder o su influencia. Era la frialdad calculada con la que operaba, la certeza de que haría lo que fuera necesario para mantenerse en control.
—Exactamente —respondió Ángelo—. La debilidad y la traición son lo mismo. Ambas conducen al fracaso, y yo no estoy dispuesto a fracasar.
El primo de Ángelo inclinó la cabeza ligeramente, como si aceptara la respuesta. Pero Isabella sabía que no había terminado. Este era solo el comienzo de un juego mucho más peligroso, uno en el que ella estaba atrapada en el medio.
Mientras la conversación derivaba hacia temas más triviales, Isabella apenas pudo concentrarse. Las palabras de Ángelo seguían resonando en su mente, cada una de ellas un recordatorio de lo que estaba en juego. No podía evitar preguntarse si él sospechaba algo, si sus palabras habían sido una advertencia disfrazada para ella.
Cuando finalmente terminó el desayuno, Isabella se levantó de la mesa, sintiéndose como si hubiera estado caminando sobre una cuerda floja todo el tiempo. Mientras salía del comedor, sintió la mirada del primo de Ángelo siguiendo cada uno de sus movimientos. No necesitaba girarse para saber que él seguía sonriendo, disfrutando del control que pensaba tener sobre ella.
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Editado: 11.06.2025