Isabella, aún con el arma en la mano, se mantuvo firme, aunque su cuerpo temblaba ligeramente. La sangre de su ropa y el dolor de sus heridas eran un recordatorio constante de lo que acababa de ocurrir. Pero lo que más la inquietaba era la mirada de Ángelo. No había ira en sus ojos, ni sorpresa. Solo una calma fría y calculada que la hacía sentir como si estuviera siendo evaluada.
Ángelo se mantuvo intacto observando la situación con los ojos clavados en Isabella.
—Ángelo si tú no haces nada, lo haré yo —dijo, su voz llena de veneno.
Ángelo se movió con una rapidez que nadie esperaba. En un instante, estaba frente a su tío, y con un movimiento firme, le arrebató el arma de las manos. El sonido del metal chocando contra el suelo resonó en la habitación.
—No aquí —dijo Ángelo, su voz baja pero llena de autoridad—. No de esta manera.
El tío de Ángelo lo miró con incredulidad.
—¿Qué estás diciendo? ¡Ella mató a tu primo! ¡Debe pagar por eso!
Ángelo lo miró fijamente, su expresión imperturbable.
—Y pagará —respondió, su tono indiferente—. Pero no como tú quieres. Yo decido cómo se manejan las cosas aquí. No tú.
El tío de Ángelo apretó los puños, pero no se atrevió a desafiarlo. Ángelo se giró hacia Isabella, su mirada fría como el hielo.
—Llévenla a la mazmorra —ordenó, sin levantar la voz—. Que reciba diez azotes y una golpiza. Luego, tráiganla de vuelta a su habitación.
Isabella sintió cómo su corazón se aceleraba, pero no dijo nada. Sabía que cualquier intento de defenderse sería inútil. Ángelo ya había tomado su decisión, y no había forma de cambiarla.
Dos guardias entraron en la habitación y se acercaron a ella. Isabella los miró con firmeza, negándose a mostrar miedo, aunque su cuerpo temblaba ligeramente. Cuando la llevaron fuera de la habitación, el silencio volvió a envolver el espacio, dejando a Ángelo y su tío solos.
La mazmorra era un lugar oscuro y frío, con paredes de piedra que parecían absorber cualquier sonido. Isabella fue llevada al centro de la habitación, donde la ataron a un poste de madera. Los guardias no dijeron una palabra mientras preparaban el látigo, pero Isabella podía sentir la tensión en el aire.
El primer azote fue como un fuego que se extendió por su espalda, arrancándole un grito que no pudo contener. Cada golpe era un recordatorio de su posición, de la fragilidad de su situación. Pero Isabella se negó a ceder. Aunque las lágrimas corrían por su rostro, mantuvo su mirada fija en el suelo, negándose a mostrar debilidad.
Cuando los azotes terminaron, los guardias comenzaron la golpiza. Cada golpe era un impacto que resonaba en su cuerpo, pero Isabella se mantuvo firme. Sabía que esto era solo una prueba, una forma de demostrar su resistencia. Y aunque su cuerpo estaba al borde del colapso, su mente seguía luchando.
Finalmente, la llevaron de vuelta a su habitación. La noche había caído, y la mansión estaba envuelta en silencio. Dos mujeres entraron poco después, trayendo agua y vendas. Limpiaron sus heridas con cuidado, aunque el dolor era casi insoportable. Isabella no dijo una palabra mientras la atendían, pero su mente seguía trabajando, buscando una forma de salir de esta situación.
Cuando llegó el día siguiente, Isabella fue llevada al aeropuerto. Ángelo estaba allí, pero no cruzó una palabra con ella. Su mirada era fría y distante, como si ella no fuera más que una herramienta que había dejado de ser útil. Isabella subió al jet privado, sintiendo cómo el peso de su situación se hacía más pesado con cada paso.
El vuelo a Italia fue largo y silencioso. Isabella pasó la mayor parte del tiempo mirando por la ventana, intentando prepararse para lo que estaba por venir. Sabía que este era solo el comienzo de algo mucho más oscuro.
Cuando llegó a Italia, Paolo Russo la estaba esperando. Era un hombre alto y corpulento, con una expresión dura que no dejaba lugar a dudas sobre su posición. Su mirada recorrió a Isabella de arriba abajo, y su sonrisa fue más una mueca de desprecio.
—Así que tú eres la nueva encargada —dijo, su tono lleno de sarcasmo—. No sé qué estaba pensando Ángelo al enviar a una mujer aquí. Este no es lugar para alguien como tú.
Isabella mantuvo su postura firme, negándose a dejar que sus palabras la afectaran.
—Estoy aquí para hacer mi trabajo —respondió, su voz firme—. Y lo haré, con o sin tu apoyo.
Paolo soltó una carcajada amarga.
—¿Tu trabajo? —repitió, burlándose—. Aquí las mujeres no tienen voz ni voto. Si crees que puedes venir y tomar el control, estás muy equivocada.
Isabella dio un paso hacia él, su mirada fija en la suya.
—Eso lo decidiré yo —dijo, su tono cortante—. No estoy aquí para pedir permiso. Estoy aquí para hacer lo que se necesita.
Paolo la miró con una mezcla de irritación y sorpresa. No estaba acostumbrado a que alguien lo desafiara, y mucho menos una mujer. Pero Isabella no se dejó intimidar. Sabía que este era solo el comienzo, y estaba dispuesta a enfrentarlo.
La noche había caído sobre Italia, pero la tensión en el aire era palpable. Sabrina estaba en la oficina de Paolo Russo, un espacio oscuro y opulento que reflejaba el carácter del hombre que lo ocupaba. Paolo estaba sentado detrás de su escritorio, con una expresión de irritación que no se molestaba en ocultar. Sabrina, sin embargo, permanecía de pie frente a él, su postura firme y su mirada desafiante.
—Voy a instalarme en la mansión principal —dijo Sabrina, su tono cortante y decidido.
Paolo soltó una carcajada amarga, inclinándose hacia atrás en su silla.
—¿La mansión principal? —repitió, burlándose—. No sé qué te hizo pensar que eso sería posible. Ese lugar es para hombres, no para mujeres. No tienes cabida allí.
Sabrina dio un paso hacia adelante, apoyando las manos sobre el escritorio. Su mirada se clavó en la de Paolo, y su voz bajó a un tono que no admitía discusión.
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Editado: 15.06.2025