Amar a Lucifer

8. El general de los cielos

Arrastro mis alas por el suelo, eran demasiado pesada como para tenerlas todo el día erguidas. Cada vez que paso por alguna puerta los serafines se encargan de abrirla para mí e inclinarse en una reverencia. Abren la última puerta a la que voy a pasar.

—Bienvenido General Miguelo, aguardan por usted en la sala blanca.

Asiento y cruzó el umbral para entrar en lo antes mencionado, a veces el blanco eran tan cegador. Dentro de la habitación solo hay una persona más y la más irritante para mí. Cuando ve me llegar se pone de pie y aunque le duela en el ego, también me hace reverencia. Son pocos los que pueden librarse de eso.

—Miguelo.

—Adamo, no recuerdo haberte llamado para venir.

—He venido yo por mi cuenta.

—¿Así? Y el creador lo sabe supongo.

—No, me atrevo a venir por mis propios intereses.

—Te diré algo Adamo, un día fuiste capaz de estar por encima de mi posición, pero todo eso se fue junto con ella. No tienes fuerza, ni rango y menos respeto de mi parte.

—¿Sigues enojado? Han pasado milenios.

—Los demás podrán haberlo olvidado ya, pero mientras yo siga aquí en los cielos, te recordaré cada día. Que fuiste el responsable de un injusto exterminio donde tanto ángeles como demonios fueron masacrados y extintos. Eres el único responsable de la persecución y el fatal final de dos altos mandos, que ni soñando o reencarnado, tu llegarías a ser igual.

—Te equivocas, el creador lo decidió así.

—Aunque es malo admitirlo, todos en el cielo a veces se equivocan y se dejan sin castigo, sigues aquí solo por su benevolencia y porque él cree que te debe mucho después de lo que pasó. Eres más hábil que esa serpiente lo admito, pero tú y yo sabemos que lo se aproxima nos llevará a todos arrastrados, no seré yo quien se encargue de ti, serán esas dos almas muertas por tu culpa.

—Entonces es cierto, ella volvió. —su rostro refleja miedo— hay que atacar antes de que nos ataquen.

—Como el general del ejército del cielo, te diré que no pienso hacer eso. Yo no me guiaré de tus mentiras.

Adamo era una bomba de tiempo, llena de ira, miedo y remordimiento. Era cuestión de tiempo verlo explotar con todas sus aberraciones.

—¡Miguelo! —trata de tomarme del brazo y lo tomo del cuello para estamparlo contra la pared.

—General Miguelo para ti, no estás a mi nivel y aunque trates de hacer todo lo posible, nunca estarás al nivel de ninguno de los celestiales. Y en lo profundo de ti es lo que más te molesta, porque a ti un simple inmortal, te lo quito todo el ángel más bello, el portador de luz, el que rige la oscuridad.

LUCIFER

Caminamos tomados de las manos por las calles, nadie puede vernos ni sentirnos, éramos almas deambulando. Ella parecía divertirse con eso, la gente nos atravesaba como simple aire. No sabía a donde estábamos yendo solo me dejaba guiar de sus pasos.

—¿Por qué no aparecemos en casa? Recuerdo que con Asmodeos salimos del pentagrama que tenía en su habitación y aparecimos en la sala penitente.

—Simple suerte, el transportador es algo que puedes decidir dónde tomar, pero no donde te dejará. A veces apareces en el lugar que quieres y otras veces donde necesitas.

—¿Y no puedes usarlo de nuevo para llevarnos más rápido a otro lugar de la tierra?

—No, es una simple conexión entre el infierno y la tierra, no se conecta de un punto a otro en un mismo espacio.

—Ya veo, a este paso llegaremos por la noche.

—¿A dónde?

—A nuestra casa, oh bueno... Donde vivimos Asmodeos y yo.

—Sujétate

—¿Que?

La tomo de las piernas y la espalda y extiendo mis alas para tomar vuelo y subirnos a lo alto del cielo donde el sol de la tarde se aleja al horizonte. Aterrada me sujeta del cuello y se pega a mi pecho.

—¡Tenías que avisarme!

—Lo hice.

—Decirme "sujétate" no es avisar ¿Sabes?

—Claro, lo haré mejor la próxima vez. Ahora dime dónde está "su casa" —en el fondo, esto me tocaba una fibra sensible, yo siempre quise poder llamar nuestro a algo más que los sentimientos que compartíamos, a algo tangible.

Estábamos en el centro de Roma, las casas que se miran son muchas. Se toma su tiempo mientras sus ojos pasan por encima de cada techo, hasta que una sonrisa se le impregna en los labios y su mano señala hacia el norte de la ciudad.

—Debemos seguir el río Tíber y cuando está por acabar llegaremos a casa. Eso dijo Asmodeos una vez. Que si un día no recordaba como volver solos debíamos seguir el agua porque ella si tiene memoria.

Poco a poco su voz se convierte en un susurro lastimero y me hunde en mis brazos con una tristeza que puedo percibir como si fuera mía. No digo más, solo me dedico a volar siguiendo el rastro inmenso de agua hasta que está por llegar al final.

Antes de que acabe sus ojos encuentran alegremente una calle pintoresca donde parece que la tercera casa es la que llama su atención así que decido bajar a las puertas de esta. Nomás tocan el suelo sus zapatos de aproxima a abrir, después de todo no me había equivocado.




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