La habitación aún huele a ella. A flor marchita. A ceniza y a vino. A recuerdos que se niegan a morir, como yo.
Los días han dejado de tener forma. No sé si es de noche o si el sol sigue ardiendo allá afuera. No me importa. El trono puede pudrirse. El cielo puede arder. Nada de eso tiene sentido si ella no está.
El lugar que compartimos brevemente está intacto. Su poca l escasa ropa sigue colgada en el armario. El peine con cabellos oscuros sobre la cómoda. El último libro que leyó, boca abajo, como si fuera a volver en cualquier momento. Pero no va a volver.
He gritado hasta quedarme sin voz. He golpeado las paredes, el suelo, a mí mismo. Nada la trae de vuelta.
No abrí la puerta cuando golpearon. Ni cuando la golpearon con más fuerza. Ni cuando gritaron mi nombre. Solo cuando el aire se volvió más pesado y familiar, supe que él había entrado sin permiso.
Asmodeos.
—Lucifer… —su voz raspa como piedra contra piedra—. Así que esto es lo que queda del Rey del Infierno.
No contesté. No lo miré. Me quedé en el suelo, apoyado contra la pared, con las piernas dobladas y los ojos fijos en el vacio que ella me dejó.
—Ella no te querría así —siguió, caminando por la habitación como si buscara algo que no pudiera encontrar—. No fuiste hecho para arrodillarte ante el dolor.
—¿Y qué sabrás tú del dolor? —mi voz sonó rota, seca.
—¿Crees que no la lloré? ¿Que no la quise? —Su tono se volvió más oscuro, más dolido—. No a tu manera, pero Lilith era más que un nombre para todos nosotros. Era fuego. Era guerra. Era vida. Y tú, maldita sea, eras su reflejo. ¿Y ahora qué? ¿La dejas morir dos veces? ¿Una vez en el campo de batalla, y otra vez aquí... contigo enterrándote vivo?
Me giré hacia él, apenas. Vi su rostro, serio, tenso. Sin sus burlas, sin su sonrisa torcida. Solo verdad.
—No sé cómo seguir —admití. Fue lo único que pude decir sin romperme por completo.
—Tú no tienes que saberlo aún. Solo tienes que levantarte. Y recordarla como era. Fuerte. Incontenible. Ella peleó por ti hasta el final. ¿Y tú qué haces? ¿Te rindes?
El silencio fue brutal.
Asmodeos se agachó frente a mí. Me puso la mano sobre el hombro. Firme. Real.
—El dolor no se va. Pero puede forjar algo nuevo. Ella te eligió. Ella creyó en ti. No arrastres su nombre entre sombras. Haz que arda. Que el mundo tiemble con su recuerdo.
Me obligué a respirar.
Asmodeos se levantó y caminó hacia la puerta, pero antes de irse, me dijo sin mirar atrás:
—Cuando estés listo, el mundo te va a necesitar. No esperará por siempre.
Y se fue.
Me quedé solo… pero algo había cambiado. No el dolor. Sino la dirección hacia la que lo dejaba empujarme.
Ya no era un abismo. Era fuego.
Y yo... estaba empezando a arder otra vez.
En lo más profundo de la Biblioteca del Infierno —ese laberinto sin fin de estanterías negras como abismos, donde los tomos respiran y los pergaminos sangran tinta oscura— una quietud antinatural envolvía la sala del Grimorio.
El Grimorio, encadenado con eslabones forjados del arrepentimiento de los condenados, reposaba en su pedestal de obsidiana viva. Era un libro que no se escribía con manos, ni con pluma: se escribía solo, cuando el equilibrio del universo temblaba.
Las antorchas eternas que ardían con llamas que susurraban secretos prohibidos parpadearon, como si el mismísimo Infierno contuviera el aliento. Un murmullo reptó entre las páginas del libro, un sonido húmedo, como carne despegándose de carne. Entonces, la página en blanco se estremeció.
Desde la médula del libro, surgieron caracteres hechos de ceniza ardiente y sombra líquida. No se escribían, sino que emergían con una fuerza antigua, como si ya hubieran estado allí, esperando el momento de revelarse. Las letras danzaban con una lógica oscura, componiendo una profecía que ningún mortal debería leer, y que incluso los demonios temían pronunciar en voz alta.
"Tus lágrimas son fuego Lucifer y eso es lo más importante que necesitas para prender la llama en tu interior, dale luz a ese ángel que en la oscuridad se quedó atrapada. Guíala con el latido de tu corazón.
Que ustedes dos están conectados y solo necesita escucharte para salir de ese laberinto. Hay tres razones que la ayudarán a volver tu solo encuéntralas. Rompe con su última atadura”
El Grimorio se cerró con un chasquido que sacudió las estanterías. Un eco metálico resonó a lo lejos. Algo lo había oído.
En lo alto, donde las gárgolas sin rostro custodiaban el silencio, una de ellas giró lentamente la cabeza.
La profecía había nacido. Y con ella, algo se había despertado.
Caminé entre nubes que no eran blancas, sino inmensamente vacías. Silencio. Paz en apariencia. Ausencia, en realidad. Los ángeles no me miraban. Algunos bajaban la cabeza. Otros me ignoraban. Sabían que venía por algo que ni ellos podían darme.
Atravesé las puertas sin pedir permiso. La luz me quemaba, no la piel… sino la memoria.