Subimos a Cerbero en silencio. El monstruo de tres cabezas olfateó el aire con desconfianza, pero no protestó. La conocía. Le temía. Y la respetaba.
Yo acaricié uno de sus hocicos, el central, que gruñó suave como un perro viejo. Luego lo montamos. Su lomo era áspero como la corteza del primer árbol, y se movía bajo nosotros como una tierra viva. Comenzó a correr por la inmensidad del Limbo, sus patas resonando con un eco que no era sólo sonido: era tiempo, era historia, era condena.
Lilith iba detrás de mí. No hablaba. Yo tampoco. Aún quedaba mucho que decir, pero algunas verdades solo pueden pronunciarse cuando el viento del Inframundo sopla a tu favor.
Cuando al fin se divisó a lo lejos el inicio del Limbo —ese vórtice gris donde todo comienza y nada termina— me giré hacia ella.
—Fuiste tú quien las mereció siempre de regreso. —le dije. Su mirada se clavó en mí, intensa, antigua. Tan antigua como la primera palabra. Levanté una mano y dejé que las alas blancas se desplegaran detrás de ella, resplandecientes como un pecado imposible de borrar—. Yo solo te las devolví.
Ella parpadeó. No con sorpresa, sino con una especie de aceptación. Como si ya lo supiera.
—¿Como hiciste para obtenerlas de vuelta? —susurró.
—Porque él me las dio —respondí sin apartar la mirada—. Me dijo que algún día tendría que devolvértelas. Que no eran suyas. Que nunca lo fueron.
—¿El creador? —murmuró.
Asentí con suavidad. El nombre pesaba incluso en mis labios.
Lilith bajó la vista por un instante, luego alzó el rostro hacia el vacío que se abría ante nosotros. Donde el Limbo comenzaba, donde el mundo se partía.
—Tal vez debería hablar con Él —dijo, no como quien lo pide, sino como quien lo decide—. Después de todo… es mi padre.
Yo sonreí. No una sonrisa cruel, ni siquiera irónica. Una sonrisa vieja, rota, honesta.
—Todos debemos hacerlo, tarde o temprano —le respondí—. Algunos rezan. Otros gritan. Otros, simplemente… regresan.
Cerbero aulló, y el eco de su grito cruzó los círculos como un presagio. El viento sopló con fuerza, agitando las alas recién devueltas. Lilith no tembló. Estaba lista.
Y yo… yo solo observé, como lo he hecho desde el principio.
CREADOR
Estaba solo.
Sentado en mi trono, el mármol celestial debajo de mí se sentía tan frío como el silencio que me envolvía. Las columnas de luz que me rodeaban parpadeaban con un ritmo lento, como si el mismo cielo dudara en respirar. Mis pensamientos, oscuros y enredados, se deslizaban por los pasillos de mi mente como ecos de un tiempo que ya no existe. Una paz extraña, casi incómoda, se había instalado desde hace siglos. Una calma que no confiaba.
Mis dedos tamborileaban el brazo del trono con una lentitud involuntaria, mientras mis ojos fijos en el horizonte se perdían entre nubes que no decían nada. Pensaba en lo que fue. En lo que perdí. En lo que elegí.
Entonces, tres golpes secos resonaron en la puerta.
—Adelante —dije, sin necesidad de alzar la voz.
El guardia celestial cruzó el umbral. Sus alas aún brillaban con una luz pura, pero sus ojos estaban tensos. Dudaba, y eso no era común entre los míos.
—Mi señor Creador —dijo inclinando la cabeza—, hay... dos visitantes que solicitan una audiencia con usted mi amo.
Levanté una ceja, apenas un gesto. No era común que los visitantes llegaran sin anuncio. Mucho menos al corazón del Reino celestial.
—¿Quiénes son? —pregunté, aunque una punzada ya me apretaba el pecho.
—Lucifer… y Lilith.
Mi respiración se detuvo por un segundo. Lilith. No escuchaba ese nombre ser mencionado en mi reino desde... demasiado tiempo. Su nombre aún tenía filo. Aún sabía a tentación. A desafío. A heridas que nunca cerraron del todo.
Volví la vista al guardia, mi voz tan firme como podía serlo con los recuerdos alborotándose detrás de mis ojos.
—Déjalos pasar.
El guardia asintió y se fue. Yo me quedé ahí, con la espalda erguida pero el alma inclinada. Verla de nuevo… después de todo… No sabía si estaba listo. Pero lo deseaba. Y eso me inquietaba más que su llegada.
—Lilith —susurré para mí mismo.
El eco de su nombre rebotó entre las columnas celestiales como si los cielos mismos recordaran su voz.
La gran puerta de luz se abrió con un leve zumbido. Esperaba verlos a ambos entrar, uno envuelto en sombra y orgullo, la otra en fuego y misterio. Pero solo una figura cruzó el umbral.
Lilith.
Avanzó con la misma elegancia silenciosa de siempre, como si el suelo se adaptara a su paso y el aire mismo se apartara para no interrumpir su presencia. Sus ojos, intensos como la noche antes del primer amanecer, se posaron en mí sin una pizca de temor. Vestía de blanco, los colores danzaban como humo alrededor de su figura, viva y poderosa.
Me incorporé apenas, lo suficiente para que supiera que su llegada no era indiferente. Pero mi voz fue firme.